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The Guardian en español

Un país donde los niños pequeños matan a más gente que los terroristas

La cultura de las armas de EE.UU ha generado una falta de temor hacia su uso por parte de los menores

Lindy West

Esta semana en mi país, considerado por algunos de sus bochornosos habitantes como “el mejor del mundo”, una defensora a ultranza del “derecho a las armas” de Florida dejó una pistola de calibre 45 cargada en el asiento trasero de su coche. La mujer fue herida por un disparo de su hijo de cuatro años. Esta es la máxima expresión del potencial humano, similar a la invención del papel en la China del segundo siglo antes de Cristo, o a las enseñanzas que Aristóteles impartía en el Liceo, o al primero que dijo que Florida tenía que ser el pene de América.

¿Qué dirías de la defensora a ultranza del “derecho a las armas” que dejó una pistola de calibre 45 cargada en el asiento trasero de su coche y es herida por un disparo de su hijo de cuatro años? No disfruto con la violencia o el dolor ajeno. No me gusta que Jamie Gilt, de 31 años -que ha creado una exitosa página web donde defiende que las armas no solo no amenazan la seguridad de los niños, sino que son necesarias para su protección-, dejase un revólver cargado al alcance de su hijo de cuatro años, quien lo cogió, apuntó a su madre y apretó el gatillo.

No encuentro ningún placer en el pánico y horror que seguro sintió el pequeño de Gilt en ese momento, ni en la culpa que le atormentará el resto de su vida (una culpa que solo merece su madre). Estoy segura de que un disparo en la espalda duele, sobre todo cuando viene acompañado del sentimiento nacional de regocijo por el mal ajeno.

Pero tampoco pretendo permitir que Gilt se salga con la suya. Su hijo podría haberse herido a sí mismo, o haber alcanzado a un viandante o a otro niño. Con tan solo una pequeña variación de la localización o las circunstancias, podría haber disparado a mi hijo. Todavía alguien podría hacerlo, de manera accidental o intencionada. Es una posibilidad real que debemos tener en cuenta en un país con tantas armas y tan pocas leyes para regularlas. Esta es la macabra realidad en la que estamos criando a nuestros hijos en los Estados Unidos del siglo XXI.

Yo crecí con el mismo persistente y escaso temor hacia las armas que cualquier otro estadounidense. Mi escuela secundaria tuvo que cerrar una vez por un tiroteo en el instituto de la misma calle, y era una niña cuando acudía a ese mismo instituto y nos enteramos por televisión de la masacre de Columbine. Pero mis padres no tenían pistolas y, como vivimos en una ciudad liberal, la mayoría de los padres de mis amigos tampoco tenían. Las armas daban miedo, pero para muchos de nosotros eran un concepto lejano.

Pese a haber crecido aquí, no estaba preparada para la inconfundible, visceral y terrorífica situación de criar a nuestros hijos en un país obsesionado con las armas. Mis hijastras van a una escuela a las afueras de una zona rural, mientras que yo fui educada en Seattle. Ellas conocen al menos a un amigo de otro amigo que fue asesinado por un balazo en el instituto. Muchos de los padres de sus compañeros tienen licencia de armas. Y además, en las últimas décadas, la Asociación Nacional del Rifle ha liderado una campaña agresiva y exitosa para acabar con las restricciones de las armas de fuego.

Esto ha convertido la posesión de armas en un proceso rápido y fácil tanto para el primo irresponsable y borracho, como para el padre meticuloso y entrenado en su uso. Dejar ir a nuestros hijos a las fiestas de pijamas en otras casas es, en ocasiones, todo un ejercicio de fe.

En 2015, los niños pequeños dispararon y mataron a más personas que los terroristas en Estados Unidos. En 2013, el New York Times dedicó un especial a los niños que habían sufrido esta tragedia. “Los niños heridos de manera accidental –normalmente por otros niños– son el efecto colateral del accesible mercado de las armas en América. Sus muertes son aún más devastadoras porque podrían haberse evitado”.

¿Y me tengo que creer que los atemorizados refugiados sirios –o el próximo cabeza de turco de la derecha política– son la verdadera amenaza para mis hijos? ¿Tengo que temer a los tiburones? ¿Al heavy metal? ¿A los videojuegos violentos? ¿A la carne de caballo en mis hamburguesas? ¿A los adolescentes que se inyectan vodka por el culo?

Los países con más armas registran más muertes por armas. Tener una pistola en casa incrementa el riesgo de morir accidentalmente de un disparo, pero no te protege. La probabilidad de que una mujer sea asesinada por su maltratador aumenta cinco veces si su pareja tiene acceso a un arma. “Los chicos buenos con pistola” son una fantasía. ¿Cuánto tiempo más vamos a participar en esta mentira colectiva de que las armas de fuego nos mantienen a salvo?

El disparo fortuito de Jaime Gilt es la lección ejemplar que se merece mi absurdo país. Que ni siquiera los expertos en seguridad y armas puedan protegerse de sus pequeños, es un recordatorio inequívoco de que las armas son, en esencia, peligrosas. Son proyectiles detonantes diseñados específicamente para matar. Y no es una sangrante hipérbole, es la razón explícita por la que tanta gente se siente atraída por ellas. Juegos de cowboys. La justicia ciudadana. El poder.

Estados Unidos no puede reivindicar un escenario civilizado global mientras promueve –de forma legal y cultural– un sistema en el que los incidentes como el de Gilt no son solo posibles, sino inevitables.

Traducción de Mónica Zas

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