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Las bombas de la Guerra Civil que no explotaron en Madrid y conviven con nosotros

Luis de la Cruz

28 de enero de 2022 22:35 h

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En un pasaje de su libro La forja de un rebelde, Arturo Barea narra como “una granada de 54 centímetros, tan grande como un recién nacido” atravesó la pared del Edificio Telefónica, blanco de tantos proyectiles en la Gran Vía, sin llegar a estallar. En este caso, el proyectil no explotó, según el escritor, por el sabotaje del trabajador alemán que lo montó. Rezaba una nota escrita en su interior: “Camaradas: no temáis. Los obuses que yo cargo no explotan -Un trabajador alemán”.

Este tipo de sabotajes, cuya noticia se creyó hasta hace poco fruto de la propaganda republicana, no es en todo caso más que una de las casuísticas que pudieron hacer que una parte de las bombas lanzadas contra el enemigo durante la guerra del 36 no llegaran a explotar. Y muchas de estas han seguido aflorando después, en campo abierto o en la ciudad, hasta día de hoy. El pasado miércoles 27 de enero, sin ir más lejos, unas obras en la acera de los pares de la calle Sagasta llevaron al hallazgo un obús de la guerra.

Madrid sufrió las bombas durante toda la contienda. Primero, desde noviembre del 36, un intenso bombardeo aéreo –con la intervención de la Legión Cóndor y la Aviazione Legionaria italiana– y luego, pasado el intento de acabar rápido con la guerra, con un asedio de desgaste protagonizado sobre todo por la artillería desde las posiciones de la Casa de Campo y el Cerro de los Ángeles.

Enrique Bordes es arquitecto y coautor (junto con Luis de Sobrón) de Madrid bombardeado. Cartografía de la destrucción. 1936-1939, una investigación que pone sobre el mapa –literalmente, además de en un libro– el resultado de los bombardeos aéreos y de artillería sobre la ciudad desde noviembre de 1936 hasta febrero del 39, poco antes de finalizar la contienda. Bordes nos ayuda a contextualizar el área donde apareció el obús del otro día como una zona caliente de bombardeos.

“Revisando los datos que tenemos, y según el libro de intervenciones de los bomberos, en esa misma zona hubo afectados por bombardeos aéreos el 19 de noviembre de 1936”. Según los mismos documentos de archivo, hubo edificios afectados al otro lado de la calle por el mismo bombardeo, en el número 1 de Sagasta y entre Luchana y Cardenal Cisneros. Podríamos incluso establecer una línea de bombardeo que se inicia en la cercana calle de Apodaca, luego sigue hacia Churruca con Sagasta, continuaría por Luchana y seguiría por la calle Cardenal Cisneros.

Pero los investigadores tienen registrados daños en la barriada de fechas posteriores, ya de artillería: “Todas las zonas que se acercaban al centro se vieron bastante afectadas, tanto por bombardeo aéreo como por los obuses que siguieron cayendo hasta casi el final de la guerra”.

Sobre la aparición sorpresiva de proyectiles, aquí y allá, cuenta que es moneda corriente: “La aparición de obuses es constante en todo el territorio español. El año pasado tuvimos la ocasión de escuchar las explicaciones al respecto de Tedax (Técnicos Especialistas en Desactivación de Artefactos Explosivos de la Policía Nacional) y miembros del Cuerpo de Desactivación de Explosivos de la Guardia Civil. Indicaban que la recogida de este tipo de artefactos en el territorio nacional es casi diaria aún hoy. La semana después de presentar allí la primera versión de nuestro plano, en 2019, desalojaron la Escuela de Arquitectura de Madrid porque encontraron una serie de obuses durante las obras del parking. Situaciones como esta son muy habituales, mucho más de lo que nos pensamos, tanto bajo tierra como en las cubiertas de los edificios durante obras de restauración”.

Antonio Morcillo presidente de GEFREMA (Grupo de Estudios del Frente de Madrid) nos explica las razonas que puede haber detrás de una bomba que no ha explotado. “Un proyectil es caro –aclara–, nadie lo tira a la ligera, para que no explote, pero hay distintas razones para que esto pueda suceder y se sabe que entre un 20 y un 30% de los que se lanzaron durante la guerra no explotaron”, dice.

Lo que genera la temperatura necesaria para que se produzca la explosión del proyectil es la espoleta (en la punta) que tiene un cartucho dentro de fulminato de mercurio (una sal explosiva muy inestable). Esta puede detonar por percusión (con el contacto violento va hacia dentro, provocando la explosión de la trilita del cuerpo del proyectil, la rotura de las paredes y la salida de la metralla a gran velocidad) o a tiempos, con un mecanismo que hace que explote a un número determinado de segundos, durante su trayectoria.

Atendiendo a este funcionamiento, es fácil entender cuáles son las razones más habituales por las que un proyectil no llega a explotar, explica Antonio Morcillo: “Un golpe en la espoleta, por ejemplo, puede hacer que el chorro de fuego se dirija hacia un lado; también un fallo en el ángulo de incidencia puede derivar en que caiga lateralmente y no percuta (y por lo tanto no explote); puede ocurrir que el terreno sea muy blando y suceda lo mismo, o incluso que haya un defecto de fabricación”.

Hacia los años veinte los proyectiles empezaron a utilizar trilita (TNT), que solo detona a más de ochenta grados, convirtiéndose en artefactos más estables que los que se utilizaban de forma generalizada hasta entonces. Antes, se usaba ácido pícrico, mucho menos estable y que podía explotar prematuramente. “Este tipo de artefactos aún se encontraban durante la guerra porque, aunque ya no se fabricaban, había stock en los polvorines”, indica.

El experto explica que es difícil que se produzca un accidente con uno de estos artefactos, ya que en su momento no explotaron por alguna de las razones antes enumeradas y el paso de los años, probablemente, haya hecho empeorar su estado de conservación. Pero advierte que, por supuesto, no es conveniente manipularlos. “Hay una parte que permanece mucho tiempo activa (en la espoleta), se debe llamar a los Tedax, que lo aíslan y hacen una detonación controlada. Una vez explota la carga y el proyectil está partido, es como un tiesto roto”, apunta.

Alejandro Pérez Olivares, autor de la tesis La victoria bajo control. Ocupación, orden público y orden social del Madrid franquista (1936-1948), entre otras publicaciones, nos habla de cómo las bombas sin explotar que aparecen de vez en cuando en la ciudad no son sino el recuerdo de un Madrid en el que, tras la guerra, los restos materiales de la contienda llegaron a formar parte del día a día.

“Siempre se habla de los parapetos, de las trincheras o de los efectos de los bombardeos, pero casi nunca se tienen en cuenta las labores de aseguramiento de una ciudad que fue frente de guerra y, por tanto, se había convertido en un paisaje militarizado. En los primeros días de la ocupación, de la victoria, era normal –y hasta se convirtió en una especie de moda– que la gente fuera a visitar las trincheras del campus de la Ciudad Universitaria y almorzara allí, con su tortilla y todo. Las autoridades se vieron obligadas a lanzar mensajes pidiendo precaución. También ocurrió en Carabanchel, que había sido frente de guerra y donde la línea del frente separaba Carabanchel Alto y Bajo. Cuando la población pudo volver a sus casas las autoridades tuvieron que despejar el campo de batalla y reconvertirlo en un paisaje más o menos urbanizado, conectado a la ciudad y seguro”, dice.

“Este tipo de cosas las vemos los historiadores en la documentación -continúa explicando Pérez-Olivares-. Hubo proyectos de dejar la Ciudad Universitaria en ruinas y hay testimonios de autoridades que hablan de cómo en los primeros años de la posguerra, Carabanchel tuvo serios problemas de comunicación con Madrid. También aparecen en las fuentes accidentes, recuerdo un informe conservado en el Archivo General de la Administración que cuenta cómo un falangista que vigilaba unas obras de la Obra Sindical del Hogar en el campo de Comillas, llevada a cabo por presos, sufrió la explosión de una de las bombas que encontraron, lo que lo dejó mutilado”.

Cualquier familia con varias generaciones en Madrid conoce historias de bombas que, explotaran o no, dejaron un boquete en la memoria de la ciudad que señaliza la cicatriz del Madrid en guerra. Un ojo entrenado puede reconocer las heridas de la metralla en sus muros y, de vez en cuando, siguen apareciendo bombas que, en su fracaso, hacen presente el horror de las detonaciones y un mundo en el que la gente se acostumbró a convivir con los restos de la destrucción.