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Ni dios, ni patria, ni rey

Manuel Saco / Manolo Saco

Ni dios, ni patria, ni rey

Cuando me estrené en este oficio de bloguero (¡mirad si hace tiempo de ello, que la palabra bloguero ya viene en el Diccionario de la Lenta y Real Academia!), me presentaba a mí mismo colgando un aviso para despistados: “Comienzo por el final porque no tengo principios”. En realidad se trataba de un guiño, porque, al contrario que Groucho Rajoy, el cómico de La Moncloa, tengo pocos, pero firmes principios. Más que principios, causas por las que luchar. Las tres adornan el frontispicio de este blog, para que nadie se llame a engaño pensando que había entrado en un foro de gastronomía.

Lo tomo prestado del Oriamendi, el himno de los carlistas, “Por Dios, por la patria y el Rey”, tres conceptos que compendian todo cuanto aborrezco. Bueno, todo no; tampoco soporto los pepinos en la ensalada, pero ese es tema para otro día. Porque creo que detrás de la mayoría de las guerras, injusticia colectiva y represión ocurridas a lo largo de la Historia se hallan los que se erigen en administradores exclusivos de los intereses y deseos de los dioses en la Tierra, aliados con esos patriotas que pintan fronteras a su antojo para mejor explotar a quienes quedaron atrapados dentro de ellas, a menudo capitaneados por reyes que se creen dueños de las vidas y haciendas de unos súbditos que jamás elegirían a un Borbón, por poner un ejemplo extremo, aunque tuviesen las neuronas encharcadas en Beefeater.

Ni dios, para empezar, porque no existe. Si existiese, yo sería el primero en adorarle, porque me cuentan que no valen coñas con los dioses, que son muy caprichosos, exigen lealtad exclusiva y tienen un sentido de la justicia completamente estrafalario. Tampoco existe el unicornio azul, ni el Ratoncito Pérez, pero no pierdo el tiempo con ellos porque nadie ha matado, torturado y sojuzgado en su nombre, tal como suele la clase sacerdotal de cuanta religión ha existido. Las religiones compendian lo más refinado de la historia criminal del ser humano. Se pueden contar con los dedos de una oreja los conflictos bélicos que no hayan sido cocinados en los fogones de las iglesias, mezquitas, sinagogas y demás altares y púlpitos, o cuyos dioses no hayan constituido la levadura fundamental que hace fermentar las guerras.

El poder de las religiones es el verdadero poder. El que gobierna sobre las conciencias de sus fieles, espíritus atados por un hilo impalpable, secuestrados desde la infancia por el terror al castigo eterno, con el poder de convertir a los creyentes en autómatas a los que se impide la utilización de la razón cuando ésta es incompatible con la fe. Lo de Wall Street o los famosos mercados invisibles no es más que la ilusión óptica del poder. Una orden, una fatua, un “dios lo quiere” desde el Vaticano, como en la gestación de las cruzadas, basta para que una muchedumbre de gente atenazada por el amor de dios se presente voluntaria para cometer los mayores actos de barbarie y obtener así el premio eterno del Paraíso.

Los curas fundamentalistas del dios del Islam, por ejemplo, acaban de dar orden de cercar las embajadas norteamericanas de todo el mundo, con la disculpa de que una película rodada por un infiel se mofaba de su profeta. Un profeta, por cierto, que era toda una joya de analfabeto rijoso que dijo dictar un libro sagrado a sus seguidores, los cuales no tomaron ni una sola nota sino que se lo aprendieron de memoria, asegurando que se lo soplaba el mismísimo arcángel Gabriel, a su vez mensajero de lo que le soplaba dios... Vamos, la versión islámica del Espíritu Santo que también soplaba (los dioses son unos soplones) a los judíos y cristianos su otro libro sagrado, tan disparatado como el Corán, pero tan efectivo para mantener las conciencias de sus fieles amarradas a la estructura de poder eclesial.

Unos dioses que, cuando no guerrean, cuando no pleitean por la copia de patentes, como Apple y Samsung, se reparten astutamente su cuota de mercado. El Papa, que antes de su nuevo cargo había trabajado de jefe de la moderna Inquisición, la maquinaria de terror e intolerancia mejor engrasada de la Iglesia católica, acaba de pedir en Beirut “que se respeten las demás religiones”, como las compañías eléctricas respetan la áreas de influencia exclusiva de sus competidoras, porque perro no come perro. Religiones que necesitan del poder terrenal para afianzar su autoridad, malmetiendo en la sociedad civil, impregnando de insensateces el sistema educativo y jurídico que enriquece y regula la convivencia ciudadana. Ellas solo prosperan en connivencia con el poder civil, por eso se muestran siempre tan serviles con él.

Y aquí es cuando entran en escena inmediatamente los patriotas, los sacerdotes de la patria. Una patria es una verdad absoluta e igual de intangible e inexistente que una religión. Y al igual que ésta, sospechosamente la patria que le tocó a cada uno resulta ser siempre mejor, más hermosa, más entrañable, más amada, más digna, más valerosa que la del vecino. Las lindes y el tamaño de las patrias solo dependen de la capacidad de los patriotas para ensancharlas, siempre mediante la violencia de las armas, nunca por la fuerza de la razón, trazadas a golpe de sable, pues el planeta ya existía sin fronteras 4.500 millones de años antes de que los gusanos o las ratas, y no me refiero solo a los patriotas, reivindicaran para sí la exclusividad del entorno en que nacieron.

Los patriotas son gente atrabiliaria, cuyos principios sirven tanto para un roto como para un descosido, dependiendo de los vientos de la historia. Hay un patriota llamado Mario Conde, un delincuente que pagó con la cárcel su impecable currículo de ladrón a gran escala, que se presenta ahora a las elecciones gallegas con un partido inventado a última hora, con la intención de regenerar, según él, la vida pública. “Devolveremos a los gallegos sus derechos secuestrados por la partitocracia, y eliminaremos los privilegios de la clase política, de la que no formamos parte”, dice la criaturita. Y tu dirás que solo un imbécil o un prestidigitador puede decir que se presenta a las elecciones sin formar parte de la clase política. Pero no, Mario Conde no es un imbécil, quizá un prestidigitador con la habilidad de hacer desaparecer el dinero de los demás. Lo que ocurre es que Mario Conde es un patriota, una categoría superior, gracias a haber sido elevado por sus fieles al liderazgo del sacerdocio patriotero.

Mira sin son raros los patriotas, que el pasado fin de semana poco más de un centenar de fascistas se manifestaba en Madrid, no para exigir libertad, como en la macromanifestación de los patriotas de Barcelona, sino para condenar la mismísima democracia, el sistema político que ampara las libertades civiles, incluso las de los fascistas. ¿Y quiénes eran esas criaturitas tan extrañas? Pues no otros que los hijos morales de aquellos patriotas que en nuestra Guerra Civil sembraron de cadáveres las cunetas españolas, los que dicen heredar el ideario falangista de aquellas hordas asesinas que aterrorizaron la retaguardia de los vencedores. Los patriotas de La Falange y de otros grupúsculos fascistas desfilaron por Madrid, al ritmo del Cara al sol, para “acabar con la democracia”, la fuente, al parecer, de todos nuestros males.

Así como la verdad revelada tiene la capacidad de anular toda crítica de la razón, así las patrias disculpan a los psicópatas, asesinos, ineptos, ladrones y necios, porque la condición excelsa de patriota lava cualquier pecado original, como el agua del bautismo. La de patriota es una cualidad mágica que está por encima de conceptos como los de justicia o equidad, como la cualidad de sacerdote pretende minimizar la de pederasta.

Religión y patria son, pues, la combinación perfecta para sojuzgar a los pueblos, como bien saben los ciudadanos de los países que padecen regímenes islámicos, como bien hemos sufrido en Europa durante el milenio ominoso. Todavía hoy se mantienen los restos del abuso en el escudo de Galicia, de origen medieval, ahora en período preelectoral y, por lo tanto, de exaltación patriótica, en el que aparece un cáliz de oro con una hostia de plata, rodeado de siete cruces. Cáliz, cruces y una hostia de plata que nos quiere hacer tragar el patriota Feijóo en las próximas elecciones autonómicas.

Ni dios, ni patria... ni rey.

Ni rey, por muchas razones, aunque la mayor no sea la deplorable figura de nuestro valiente cazador de elefantes, sucesor directo del golpista general Franco que restauró y pulió su trono, por más que nos hayamos inventado la convalidación de su monarquía en un referéndum de dudosa legitimidad, vigilado por generales del viejo régimen.

Ni rey, porque la sola idea de que alguien herede un país con sus súbditos, sin otro merecimiento que no ser tonto de baba, repugna a la inteligencia.

Ni rey, porque los reinos nacieron todos, sin excepción, de las guerras, de la usurpación, de la opresión, porque la monarquía consagra territorios y derechos de una clase privilegiada obtenidos mediante la violencia.

Ni rey, aunque ello comporte el riesgo de que en las elecciones de una próxima tercera república pueda salir elegido presidente el mismísimo José María Aznar.

Bueno, creo que esto último debería considerarlo más detenidamente.

Ni dios, ni patria, ni rey

Cuando me estrené en este oficio de bloguero (¡mirad si hace tiempo de ello, que la palabra bloguero ya viene en el Diccionario de la Lenta y Real Academia!), me presentaba a mí mismo colgando un aviso para despistados: “Comienzo por el final porque no tengo principios”. En realidad se trataba de un guiño, porque, al contrario que Groucho Rajoy, el cómico de La Moncloa, tengo pocos, pero firmes principios. Más que principios, causas por las que luchar. Las tres adornan el frontispicio de este blog, para que nadie se llame a engaño pensando que había entrado en un foro de gastronomía.