El éxito de los demás
Cierro el libro y lo maldigo. Como estoy sola, blasfemo e injurio, pues me encanta decir tacos y tengo que pasar toda la jornada laboral esquivándolos. Dito seas, Miguel Ángel. Veo por redes que todos te llaman así, por tu nombre, así que yo no me hago menos. Acabo de terminar “El dolor de los demás” y me ha sobrevenido una reacción diferente a la esperada por las críticas que he leído. La huerta es el paisaje exótico para los que miran desde fuera. Para los de aquí, sin embargo, sí nos es familiar ese puertourraquismo: la soga de las raíces, la inevitabilidad del origen. La huerta (el nido) y su asfixiante posesión no me deja adentrarme en el terreno más siniestro del crimen de la Rosi. Sin embargo, disfruto el libro como quien lee un diario familiar, sintiendo en mis carnes la correa del pueblo cuando has intentado escapar de él. Esa sensación constante de dar explicaciones, de ser un extraño en tu lugar de nacimiento, me reconforta egoístamente en el hecho de no sentirme sola. Te entiendo, Miguel Ángel, pero me has jodido la historia.
Porque hace años que rumio la no-novela de una búsqueda. El amigo que desaparece sin dejar rastro pero que nadie parece extrañar. Un relato que se basaba en una noticia que leí en una SúperPop cuando todavía llevaba diadema: el misterio del componente de los Manic Street Preachers, Richey Edwards, desaparecido en 1995 cuando debía coger un avión para comenzar el tour promocional del disco Everything Must Go y del que nunca más se supo. En 2008 fue declarado “presunto muerto” por la policía británica a efectos legales, sin encontrar siquiera su cuerpo. ¿Cómo se supone que debo continuar mi historia de búsqueda, entre el thriller y el drama familiar, si como dicen los dominicales, ya se ha escrito el “A Sangre Fría” murciano?
Coincidí con Miguel Ángel en la última edición del Pecha Kucha, donde teníamos seis minutos para explicar en público nuestros proyectos una serie de artistas de la región y servidora, que se dedica a recopilar el arte de los demás como mérito propio. Los organizadores nos presentaron e intercambiamos dos frases de cortesía antes de que un enjambre de socialités lo acapararan. Fin del encuentro: no creo que el escritor, abrumado por la marea de sonrisillas y los meneos en el hombro, recuerde ni mi flequillo: eso será lo más cerca que jamás volveré a estar de una celebridad. Sin embargo, me pude dar cuenta de un detalle que hizo que me sobreviniera una repentina, vergonzosa y cálida alegría: Miguel Ángel, el autor, en plena vorágine de una novela recién publicada, aupada por crítica y público y recomendada por tertulianos de diferente calaña, llevaba sus seis minutos de guión en un papelito que repasaba sabiendo que no iba a poder ajustar al cronómetro, y yo no. ¡Ja! Mi año de oposición había convertido mi masa cerebral en un slime permeable y esponjoso y aprenderme seis minutos de memoria y escupirlos a contrarreloj fue pan comido. Seguía -sigo-sin novela propia y había tirado un año de estudio a la basura tras suspender en junio, pero heme aquí, que yo no llevo guioncito, y vosotros sí.
De estas situaciones se deduce que soy igual de deplorable pero también gasto buenos sentimientos. El éxito de los demás me despierta estas pasiones. Felicito a quien aprueba oposiciones con mis apuntes, abrazo a quien me levanta el novio e invito a los que se suben a recoger los “ex aequo” a los que secretamente me he presentado. También he sido buena persona asistiendo a presentaciones de libros de amigos y conocidos. El año pasado acudimos a por nuestro “Mañana me largo de aquí”, de la joven promesa gonzo de Murcia, el Lester Bangs de Fuente Librilla, Santini Rose, y realmente aplaudí con ganas. Aprecié sus astutos comentarios, me reí con las ocurrencias de sus amigos y me emocioné con las reacciones de sus padres allí presentes. Me alegré incluso cuando veía su libro de relatos en el montoncito de libros de verdad, con su editorial y su portada y su tapa semidura, y la gente pagaba con dinero de verdad y le daba palmadas en la espalda de verdad. Luego y ya de madrugada, en el Plan 9, un extraño arrebato se apoderó de mi y desde la otra punta del bar le tiré el libro (que previamente había comprado con dinero de verdad) a la cabeza, impactándole sobre el espeso flequillazo de juventud y obteniendo por respuesta la mirada de odio más intensa que me han dedicado este 2018 acompañada de una rápida y firme peineta. Sé que Santini no puede decirme nada porque son varias temporadas comiéndome sus famosos pisotones y codazos en conciertos y eventos, a mí, que soy una de esas borrachas tranquilas que les gusta fantasear en los directos con los pies anclados al suelo, pero igualmente sé que no estuvo bien. Me prometí que me leería los relatos lo antes posible para darle una sincera crítica que sirviera de penitencia.
Pero no fue hasta septiembre de este año que lo vi algo más claro. En los Encuentros Literarios de ExLibris, alguien tiene la cachonda idea de programar una “mesa redonda” de jóvenes promesas tras un coloquio sobre novela histórica creando la brecha espacio-temporal más grande que se ha visto desde “Regreso al Futuro”. Allí coinciden entre Costello y Muñoz García, de extremo a extremo, un Santini escoltado por su ejército de fieles secuaces, con un Miguel Ángel Hernández superado por el milleniallismo como moderador. En el precioso escenario del convento de las Claras presencié la química entre estos dos autores, el joven y el insultantemente joven, ambos destilando la esencia de lo que son, quieran o no. Se entendían y remataban, como una representación del otro en universos paralelos de épocas distintas. Entonces me di cuenta que durante meses tenía los libros de ambos autores en mi mesilla, a la espera uno sobre otro, creando una sinergia que igual no era tan marciana.
Tuve que leerlos al mismo tiempo. Los relatos de Santini entraban rápidos y amargos: frescos hiperrealistas de ese momento de juventud en el que crees que todo lo que hagas afectará al resto de tu vida, un bildungsroman de autoboicot y la arrogante autoafirmación de saberte mejor que el resto. Su no-ficción es capaz de atraparte y hacerte dudar hasta de tu libro de familia. Logró colarle al algoritmo de Google (y seguro que algún que otro espabilao) su encontronazo con Irvine Welsh en un bar de Murcia: ¿cómo no va a jugar con tus sentimientos localistas? La novela de Miguel Ángel, por su parte, se me hacía un adictivo serial de “El Caso” pasado por el tamiz de un Pizzolatto lorquiano y se me terminaba demasiado rápido. Tomaba mi doble ración antes de acostarme y juro que una psicodelia de hillbilly del Segura se apoderaba de mis sueños.
Porque en la gorda del Juanete está la Tía Julia. En El Charly está el Garre, y en el Republika está el Yeguas. Dos Murcias conectadas, una ya sosegada pero igual de siniestra, la del recuerdo y los lazos familiares que ahogan, y otra pegajosa, con olor a resaca y a polvo raro de una noche, acelerada y torpe por las ganas de vivirlo todo. Ambas agitadas por no sufrir lo que ya vieron en otros, quedarse aquí, morir aquí en el día a día con todo lo que significa. Cuando acabé con ellos fue como volver de una Nochebuena en el pueblo y tuve que buscar ayuda en mi biblioteca para encontrar una respuesta. ¿Sería que después de dos años sin leer ningún autor hombre ya no comprendía a la mitad de la humanidad? Pues resulta que allí estaba Miranda July, una de mis relatistas preferidas, famosa por su deseo de no pertenecer, que se apuntaba a su equipo. Me mira con los ojos de la portada de su mejor libro como diciendo, vamos, vamos chica, no es tan grave: “Nadie es más de aquí que tú”. El verdadero éxito de los demás.
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