Estimadas personas,
Les escribo estas líneas sentado en una cornisa, oteando la ciudad que se extiende bajo mis pies y viendo los ondulantes perfiles azulados de las montañas que la rodean. Mis talones golpean rítmicamente la fachada de este edificio mientras cargo la pluma en el tintero y trato de sujetar los pliegos de papel sobre las rodillas, evitando emborronarlos y que el viento se los lleve. Desde aquí inauguro una sección como quien sale de casa descalzo, sin llaves ni móvil y sin saber adónde va. Espero llegar a algún sitio y no encontrarme totalmente solo cuando llegue, porque de ser así, querrá decir que no estoy ni siquiera conmigo mismo. La premisa de esta sección es sencilla: recuperar un género literario muy antiguo, el epistolar, pero adaptándolo a los nuevos tiempos. Y, además, pretendo hacerlo con respuesta: quiero dirigir mi misiva a alguna o algún personaje público y relevante, y que dicho personaje tenga a bien responderme; que se preste a este divertimento. Pero, atención, las epístolas no son un juego. Que nadie se ofenda, por favor.
Si alguien recién llegado al planeta lee esto y se pregunta la razón de recuperar el género epistolar en pleno siglo XXI, en la época de los micromensajes disparados como perdigones y de la instantaneidad opinativa, de las millones y millones de unidades conceptuales expresadas con prisa y sin matices, de la irreflexiva velocidad que muchas veces trae consigo recogidas de cable por masivo rasgado de vestiduras ante una frase poco afortunada, ofensiva o incomprendida; en definitiva, si alguien, en plena época de ruido atronador, de ofensores y ofendidos, de odiadores y fans, de contenido audiovisual, de streaming, de Twitch, de mainstream y de TikTok, se pregunta la razón de hacer una sección epistolar, le debo confesar que las presiones para poner en marcha esta iniciativa han sido grandísimas: no sólo hablamos de los continuos requerimientos de la RANED -Real Asociación Nacional de la Epístola y el Dominó-, sino también de las peticiones del gremio de Torneros Fresadores y Cornucopias Barrocas, TOFRECORBA, desde antiguo amantes de las cartas; de las amenazas de los muy activos socios de la USGEGEC -United States for Guns and Epistolar Gendre Comission-; de los intentos de soborno por parte de la ejecutiva de la FIFIFI -Federazione Italiana della Filarmonic e la Filatelia-; y del acoso y derribo constante llevado a cabo contra mi persona por parte de los miembros de la Zugersteiheine Kartensteig -el más beligerante colectivo en defensa de las cartas en los Lander alemanes-.
Desconozco su opinión al respecto, pero yo creo que la rapidez e instantaneidad del presente es un acelerador de pasados. Cualquier cosa que sucede, en pocos segundos nos parece lejana, muy lejana, y las semanas parecen meses y los meses años, y extrañamente, no por eso pasa el tiempo más despacio. Al revés: se nos acumula sobre la espalda y empuja nuestra mente envejecida, que no pocas veces trastabilla y da con el suelo. Quizá sea ésa la razón de que, en los últimos meses, el ansia por recuperar las epístolas ya se me mostrase en la calle con bofetadas engarzadas una con otra: en la cola del supermercado, en la ferretería, en la mercería, en la lavandería, en el estanco o en la lonja del pescado, amables en general aunque displicentes y ásperas en alguna ocasión, personas anónimas me venían animando, demandando, rogando y con el mazo dando, para que pusiera en marcha una nueva sección en este periódico que se saliese de los márgenes establecidos por los nuevos y mayoritarios patrones de consumo, y que recuperase, al fin, el género epistolar; que escribiese cartas a personas relevantes y que les hiciera participar de este nuevo-viejo género.
Al escribir una carta a alguien, nos la escribimos en primer lugar a nosotras y nosotros mismos. Ponemos un espejo ante nuestros ojos para ver qué se cuece en nuestro interior, en aquel ajado recipiente sostenido por el cuello. A la vez, miramos hacia afuera, hacia lo que nos rodea. La carta nos obliga a reflexionar y nos invita a elegir las palabras adecuadas para expresar aquello que tenemos en mente, despacio, con calma y con independencia de los caracteres que dichos pensamientos ocupen. Asimismo, y a la vez que damos forma a nuestras reflexiones, se las plantamos en la cara a aquella persona a la que le dirigimos la epístola y le pedimos una réplica desde su perspectiva, un posicionamiento sobre aquello que le hemos dibujado y sobre lo que le rodea. Se construye un diálogo en el que nadie se interrumpe ni se pisa una frase. Por supuesto, en el género epistolar la cadena de réplicas y contrarréplicas se puede alargar hasta el infinito, pero aquí el viaje será sólo de ida y vuelta. El objetivo de todo esto, además de contentar a los colectivos y personas citados anteriormente, es conocer un poco más a quienes reciban mi carta y hacerlo de un modo diferente. Pero, oído al parche, que aún hay más: a quienes se presten a la cuestión, les pediré que después de escribir su réplica, la lean en voz alta y graben su voz. De ese modo tendremos texto y sonido. Creo que así contentaremos también a la WAA -Wisconsin Auditive Asociation- y a los amantes de los audiolibros y de los podcasts.
Nada más tengo que decirles por hoy, estimadas personas, básicamente porque ya les he dicho lo que quería decir y porque el viento se ha intensificado al filo de esta cornisa, y temo volar junto a estos papeles y precipitarme sobre el tráfico que fluye veinte metros bajo mis pies. Confío en que sabrán ustedes acoger mi iniciativa con un mínimo interés y que, periódicamente, acudirán a leer y escuchar qué le he dicho a quién y qué es lo que ese quién me ha respondido.
Sin más ni menos, se despide de vos con saludos y parabienes,
Don Pedro de Bayona.
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