Para N. Siegel
Frente al archipiélago Frioul, navegando en medio de unos parajes magnéticos y misteriosos, nuestro guía nombra de repente a Antoine de Saint-Exupéry a propósito de su desaparición, durante la Segunda Guerra Mundial. La noticia es bien conocida: en 1998, un marinero marsellés encontró, enredada en sus aparejos, una esclava de plata grabada con su nombre y el de su mujer Consuelo, un regalo de los editores de El Principito. El hallazgo sirvió para acotar la zona y pocos años después se recuperaron los restos de su avión, un Lightning P-38.
Esto ocurrió el 31 de julio de 1944. Saint-Exupéry tenía 44 años y se había comprometido a hacer un reconocimiento fotográfico para trazar los mapas del sur del país, previo al desembarco aliado en la Provenza. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, exiliado en los EEUU, Antoine escribe, dibuja y da color a su obra más famosa: Le Petit Prince, una fantasía sobre su hermano menor, fallecido en la infancia, inspirada en un aterrizaje forzoso en el Sáhara. A los pocos meses, decide regresar a Europa para echar una mano a sus compatriotas con lo único que le permiten hacer en aquellos momentos: transportar material y correspondencia a bordo de aviones.
En una época, cada vez que me subía a un avión, como si fuera un santo protector, yo me encomendaba a Antoine de Saint-Exupéry. Pensaba: ojalá que pilotos y sobrecargo sean de la misma pasta que él. Además de la escritura, Saint-Exupéry dedicó su vida a la aviación, trabajando para el servicio de correos y siendo uno de los pioneros en realizar la línea París-Buenos Aires, una verdadera proeza en su época, semejante a la de Jean Gardner Batten, aviadora neozelandesa que en 1936 se convirtió en la primera mujer en viajar sola de Inglaterra a Nueva Zelanda. A Saint-Exupéry, además, su don de gentes le permitió hacer muchos amigos en África, incluso resolver rencillas y disputas diplomáticas entre ellos… A su oficio de piloto y al drama de los aviones que desaparecen, dedica novelas como Vuelo nocturno, Correo del Sur o Tierra de hombres.
Llama la atención, sin embargo, lo poco que se habla de la influencia ejercida en su obra por su esposa Consuelo (de soltera Suncín-Sandoval), escritora también. Esta hija y heredera de ricos terratenientes de El Salvador, se educó entre San Francisco, México y Francia. Contrajo su primer matrimonio a los 19 años, que duró poco, con 22 años viaja a México a estudiar Periodismo. Más tarde se marcha a Francia con José Vasconcelos, allí se casa con el diplomático y escritor guatemalteco, Enrique Gómez Carrillo, un personaje digno de capítulo propio: periodista, calavera y académico, autor de más de ochenta libros, entre ellos Del Amor, del dolor y del vicio, Bohemia Sentimental y Almas y cerebros, que murió once meses después. Viuda y dueña de una gran fortuna, Consuelo se instala entonces en Buenos Aires, donde coincide con Saint-Exupéry. Se enamoraron perdidamente, tanto que al parecer les costaba llevar bien el día a día de su relación, marcada por las ausencias, las distancias y las infidelidades. Sin embargo, su matrimonio duró 15 años, hasta la muerte prematura de Saint-Exupéry. No tuvieron hijos y a su muerte, Consuelo legó todos sus bienes, que incluyen una novela autobiográfica y un montón de cartas a Antoine (cartas que nunca le envió), a su mayordomo y jardinero.
En Memorias de la rosa, que no fue publicada hasta el año 2000, narra la vida en común con Saint-Exupéry y reivindica, además, su lugar en la obra de éste, afirmando que fueron creaciones conjuntas. Atendiendo a los datos históricos, podemos comprobar que lo más significativo de su obra, a partir de Vol de Nuit, se enmarca entre 1931 y 1948, que corresponden a los años de su matrimonio con Consuelo. Además, el hecho de que los editores estadounidenses Reynal y Hitchcook grabaran también el nombre de su esposa en aquella esclava que le regalaron, parece avalar esta afirmación.
En el parque nacional de las Calanques (frente a la Marseilleveyre) encontraréis el cementerio marino de Saint-Exupéry. En el Mediterráneo confluyen aún demasiados destinos, unos huyendo de la guerra y otros, por dejar de lado una posición segura para acudir a prestar ayuda en el frente. Una de las cosas que más me conmueven del Principito es su dedicatoria: “A León Werth”, escribe Saint-Exupéry, “mi mejor amigo que vive en Francia, donde pasa hambre y frío, para el niño que algún día fue”.
Pienso en Saint-Exupéry como una de esas personas que se atrevieron a perseguir sus sueños, que le depararon una vida llena de aventuras. Y entre ellas, la no menos desdeñable de regresar a tierra y tratar de vivir con los pies en el suelo. Todo ello sin olvidar nunca al niño que aún llevan dentro. Mientras el guía sigue explicando, yo me lo imagino solo, en sus últimos instantes, sobrevolando este cielo en combustión, a bordo de su Lightning P-38, que acaba de ser atacado por un caza alemán, descartada cualquier tentativa de aterrizaje de emergencia, sin escapatoria… Cayendo entre estos relieves increíbles, hacia el fondo del mar turquesa y transparente que baña este lugar.
Decía Orson Welles que a bordo de un avión se pasa con demasiada facilidad del terror al aburrimiento. Últimamente, tengo la sensación de que nuestras sociedades europeas, occidentales, llámalas como quieras, estuvieran viajando a bordo de Airbus con destino incierto.
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