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La estafa de la formación superior
“La estafa entra en escena cuando aludimos al éxito social y laboral. Todo el éxito personal que generan los estudios no se encuentra suficientemente valorado a un nivel social”.
El pasado 26 de enero, recogí en la UMU el Premio Extraordinario de Doctorado; previamente obtuve el de Licenciatura y el de Fin de Carrera a nivel nacional; en su día también gané el de Bachillerato. Ahora, en cambio, soy un pluriempleado mileurista. Esto, el día en que salen los resultados del segundo barómetro del Observatorio de Empleabilidad y Empleo Universitario, me hace reflexionar sobre el nivel de pragmatismo de la formación superior, con mucho conocimiento de causa. resultados del segundo barómetro del Observatorio de Empleabilidad y Empleo Universitario
Desde niños se nos conmina a estudiar mucho, en proporción directa al éxito personal, laboral y social que pretendemos conseguir. Pues bien, esto es claramente una de las primeras estafas que sufrimos en nuestras vidas, al menos parcialmente.
Es cierto que estudiar nos proporciona éxito personal, lo que tiene una importancia quizá demasiado desvalorada, cuando, sin embargo, obtener títulos académicos, en progresión al nivel, nos confiere una madurez intelectual muy sana, así como capacidad de esfuerzo, agilidad mental, sentido crítico, habilidades de análisis y sistematización, acervo cultural, diversidad de miras, amplitud de criterios, mayor rango de alternativas; en definitiva, más libertad y, con ella, una mayor predisposición a la felicidad interna.
La estafa entra en escena cuando aludimos al éxito social y laboral. Todo el éxito personal que generan los estudios no se encuentra suficientemente valorado a un nivel social, debido a la ausencia de manifestación material de este valor añadido personal, que deriva en una falta de concienciación sobre su sentido, su razón de ser, su utilidad, su valor. El beneficio queda exclusivamente en cada individuo y no consigue transmisión social. Si en otras épocas, un maestro, un filólogo, un químico… despertaban la admiración y el respeto por parte de la sociedad, ahora parece que se ha perdido ese reconocimiento, que se gana, no a través de un baremo académico, sino, más bien, mediante baremos de “likes” en redes sociales y apariciones en medios de comunicación en base de deportes o modas. No son los padres de un maestro los que sienten orgullo paterno-social, sino los padres de un futbolista.
Como consecuencia, la valorización laboral pocas veces se ajusta al esfuerzo, conocimiento y responsabilidad que se corresponde a la formación académica dada. Y así es como tenemos, con todo el respeto a la dignidad de cualquier actividad profesional, a un licenciado frustrado trabajando en la caja de un supermercado o a un biotecnólogo sirviendo copas en un pub inglés, mientras un futbolista de 2ª B disfruta y se jacta de la ociosidad material de la vida. O, cuando no están en el paro, a un abogado trabajando en asuntos jurídicos, un arquitecto diseñando infraestructuras, un trabajador social encargándose de personas dependientes… con el hándicap todos de cobrar una miseria por su trabajo, especializado, exigente y estresante. También es el caso extremadamente paradójico de los profesores de Universidad, de los nuevos, del campesinado claustral de la jerarquía universitaria, antaño apreciados, respetados y tutelados, y sin embargo, ahora, sin un mísero resquicio de valoración laboral y social, abocados en su mayoría a las migajas materiales (tesoro inmaterial) de su propia autovaloración personal.
Sirva mi caso, de formación superior completa, como ejemplo, sin ninguna pretensión y con mucho respeto: varios premios extraordinarios en las distintas fases educativas, estancia de investigación en el extranjero, publicaciones, congresos, experiencia docente y profesional… Y heme aquí, escribiendo estas líneas en un breve descanso de mi pluriempleo como profesional universitario. Con docencia en tres Titulaciones, cada una con sede diferente (Cartagena, centro de Murcia y Campus de Espinardo), apenas tengo tiempo de conciliar mi vida personal y además estoy forzado a limitar a lo indeseable mi progresión investigadora, todo ello por el sorprendente precio de… ¡unos 1.000€ al mes!
Y yo soy un afortunado del sistema: he ganado convocatorias de casi las únicas plazas que convoca la Universidad para suplir sus necesidades docentes: las de Asociado precario, que exigen demostrar un trabajo por cuenta ajena al ámbito universitario (muchas veces mediante una cuota mensual de falso autónomo), no para cubrir clases prácticas en que se necesita la sabiduría de profesionales del sector, sino para ahorrar costes frente a otros perfiles de plazas enormemente más estables y dignas respecto a las necesidades cubiertas.
Los neoliberales justifican esta situación con la dinámica legítima del mercado, saturado de lo que llaman “titulitis” y necesitado de profesionales que marquen la diferencia. No creo que sea una premisa del todo falsa, pero sí lo es la asunción de que una titulación superior se traduce automáticamente en conocimientos teóricos vacíos de pragmatismo, por varios motivos: (i) no todos los trabajos son prácticos, (ii) no todas las titulaciones son exclusivamente teóricas, (iii) la especialización práctica solo puede surgir desde una estructura formativa, (iv) la educación superior es enriquecedora por sí misma y no tiene por qué tener asociado un empleo específico, y (v) el valor de una actividad profesional no depende solo del resultado neto, sino sobre todo del valor añadido que supone el capital humano por su formación diferenciada, lo cual no está ocurriendo casi nunca.
Por lo tanto, no es una cuestión de dinámica de mercado, sino un sesgo ideológico. Somos una sociedad que honra a los premios extraordinarios con, en el mejor de los casos, un pluriempleo precario. Pero ya sabéis, niños: si queréis alcanzar el éxito, debéis estudiar posturear.
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