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Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

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Francolatría II

Franco visitando las obras del Valle junto a su esposa, Carmen Polo

José Perelló

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A comienzos de la guerra, el valle de Cuelgamuros (en realidad Cuelga Moros, como consta en el primer rastro del Registro de la propiedad) había sido escenario de una de las más humillantes derrotas de las tropas nacionales, bien ocultada por el régimen. Los milicianos anarquistas que defendían Madrid, simplemente abrieron el frente y dejaron pasar al enemigo. Los masacraron. El cabreo de Franco contra el comandante que había caído en una trampa tan burda fue considerable. No sabemos si esto pudo influir en la elección del lugar para su tumba faraónica.

Así lo cuenta Nicolás Sánchez Albornoz. El que sería gran historiador y catedrático de Historia en la Universidad de Nueva York fue sometido a consejo de guerra en 1947, junto a otros quince estudiantes. Los cargos: intentar reconstruir la FUE, organización estudiantil republicana, opuesta al SEU franquista. El juez militar le condenó a seis años, el doble de lo que pedía el fiscal; a otros compañeros se les sextuplicó la condena. Todos tenían alrededor de veinte años. El joven Nicolás pudo cambiar la cárcel por el batallón de trabajos forzados y fue a Cuelgamuros. Afortunadamente logró fugarse, uno de los pocos que lo consiguieron. (1)

Sánchez Albornoz no fue el único forzado “ilustre” en Cuelgamuros. Paco Rabal, con catorce años, y su hermana Luisa, como tantos otros hijos de republicanos condenados, acompañaron a su padre, el tío Benito, del que se dice que animaba a sus compañeros cantando, siempre con su cachimba en la boca.

Y el maestro, Gonzalo de Córdoba Escolar. Condenado a muerte, se le conmutó la pena por treinta años. Estaba por tanto obligado a llevar La Cirinea. Un botón que, como la estrella de David de los judíos, distinguía a los presos: dorado, condenados a muerte; blanco, a treinta años. Don Gonzalo llevaba del primero. Nunca consiguió que Paquito Rabal fuera a sus clases -aunque dicen que nuestro paisano ya recitaba poemas a quien quisiera escucharlos-; pero sí logró que los hijos de los oficiales franquistas aprobaran sus cursos.

La idea de las placas distintivas se le ocurrió a la mujer del jefe del destacamento: “Aquellos botones nos pesaban cinco toneladas por lo menos a cada uno, porque llevarlos era ir diciendo quién eras...”. Esto decía Teodoro García Cañas, trabajador de la construcción. A Teodoro lo fichó Juan Banús, uno de los empresarios del proyecto; fue en la cárcel de Ocaña, donde debía cumplir treinta años. Le palpó los brazos esqueléticos, le examinó la dentadura como a los caballos, y le preguntó la edad. “Veinticinco”. Al camión, rumbo a Cuelgamuros. Hacía falta gente cualificada y Teodoro era un buen trabajador, conocedor de su oficio...(2)

Y don Angel Lausín, el médico, que contaba como morían de silicosis los trabajadores que perforaban el túnel de la cripta, y que calificaba a los presos políticos a los que trató de “excelentes personas”. Y don Luis Orejas, el practicante que pasó toda la guerra curando heridos en hospitales de campaña, condenado a nueve años por estar afiliado a la UGT. Y tantos otros, desconocidos, olvidados.

Como Nerón y Hitler, Franco tenía vocación de arquitecto, y sus ideas eran incuestionables. El dictador necesitaba mano de obra barata y cualificada. Las cárceles y los campos de concentración estaban saturados. Esa obsesión por rediseñar la España Imperial, con epicentro en Cuelgamuros, libró del paredón a no pocos condenados a muerte. Se les ofrecía el trueque por treinta años y trabajos forzados. El corresponsal de Reuter y del New Chronicle de Londres, A.V. Philips, denunciaba en 1940: “Acusados de rebelión, cientos de miles de españoles están siendo condenados a muerte, cientos de miles a treinta años de presidio, y a cientos de miles más se les imponen penas de veinte, doce y seis años de prisión”.

Los fusilamientos diarios no aliviaban las prisiones ni los campos de concentración. Eran demasiados hombres. Un problema. No podía ocultarse.

El padre Pérez del Pulgar, vocal del Patronato Central para la Redención de Penas por el Trabajo, escribía: “Es muy justo que los presos contribuyan con su trabajo a la reparación de los daños a que contribuyeron con su cooperación a la rebelión marxista”.

Algunos le consideran el impulsor de esa “gran idea de tintes evangélicos”. Los servicios religiosos serían obligatorios; los condenados solo podían leer Redención, la hoja del Patronato. Con la excusa de la “reconversión” espiritual, lo que se pretendía realmente era legalizar la esclavitud. Eso sí, como buenos cristianos.

Lo condenados hicieron carreteras, repoblaron montes, construyeron pantanos, puertos, ferrocarriles, repoblaron montes, extrajeron carbón de las minas… Las bajas eran inmensas. En lo que hoy es el confortable Hostal de San Marcos en León, en solo tres meses murieron ochocientos trabajadores.

El Cenajo fue una de las obras de mayor envergadura. Víctor Peñalver dice en La tumba de un embalse franquista: “La presencia de reclusos en el Cenajo es siempre superior a la media nacional, año a año, más incluso que en el Valle de los Caídos durante los años cincuenta”.

Mi padre, José Perelló Izquierdo, soldado de reemplazo de la quinta del 18, cabo de Aviación del Ejército Republicano trabajó en el Cenajo el año 47. Desde allí, escribía cartas a mi madre, entonces su novia. Por desgracia, se perdieron. Nunca quiso hablar de aquel tiempo, como tantos otros. Pero, curiosamente, sabía bastante sobre el paludismo, del que se libró. Murieron muchos obreros por esa enfermedad.

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(1) Daniel Sueiro. La verdadera historia del Valle de los Caídos

(2) Ibid.

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