Para el patriarcado los hombres son los dueños genéricos del rebaño planetario de mujeres. Por eso pueden compartir las características del material en grupos de WhatsApp o foros de internet, por eso pueden comentar en voz alta las calidades y gritarles por la calle que están muy buenas o que son muy feas, por eso pueden perseguirlas y acosarlas ya sea en el trabajo, en la discoteca o en un callejón, por eso pueden hacer uso de unas prerrogativas que les permiten acceder a sus cuerpos en cualquier momento con o sin consentimiento, prerrogativas que fueron denunciadas por la campaña #MeToo y que se volvieron mundialmente virales. Los hombres pueden hacer uso de las mujeres y ellas deben guardar silencio. Lo que no entienden es que ese silencio se haya roto.
Dentro del grupo existen los hombres perro, encargados de devolver al rebaño a la que se le ocurre desmandarse, a la que decide andar por su cuenta sin permiso y a deshoras, para que sirva de ejemplo a las demás. Por eso, quienes interiorizan ese patriarcado, ya sean hombres o mujeres, cuando ocurre alguna violación no piensan que el que agredió no tenía derecho a hacerlo, porque para el patriarcado sí que lo tiene (el hombre tiene el derecho, cualquier derecho incluido el de agredir para el que siempre existirá la coartada de haber sido provocado). Lo que se preguntan es qué hacía ella sola y en ese sitio y con esa ropa. Porque ella es la que no tiene derecho. No tiene derecho a hacer uso de una libertad que no le corresponde. Somos fruto de nuestra Historia y durante muchos siglos la violación no era considerada una agresión contra las mujeres sino una afrenta al padre o al marido que ostentaba la potestad sobre unos cuerpos que quedaban marcados por esa violencia como material estropeado. Además, la sospecha caía inmediatamente sobre ellas. Quizás se lo merecían por ir provocando. Con espeluznante frecuencia, una mujer podía terminar muerta y habérselo buscado. La función de los hombres perro ha sido fundamental para el patriarcado durante siglos y lo sigue siendo: deben enseñar a las mujeres que no son libres, que no pueden ir por donde quieran, que no pueden vestir como quieran, que no pueden ir por según qué lugares y a según qué horas si no es acompañadas por hombres que las protejan porque ellas no son independientes.
Ese sustrato se mantiene, pero en una sociedad compleja como la nuestra, las agresiones también se complejizan. Las violaciones grupales incluso a niñas nos golpean desde los telediarios. En algunos de los casos, los violadores también eran menores de edad. Es lo que ocurre en una sociedad que deja la formación afectivo sexual en manos del porno. Los chicos ven porno desde los nueve años, las chicas un poco más tarde de modo que ese tipo de material se convierte en la escuela de educación sexual para nuestros adolescentes, una escuela de violencia, una escuela de hombres perro. El contenido del porno se basa en un crescendo que comienza por indiferencia emocional, sigue con desprecio y culmina en agresión. Esto es lo que ven nuestros chicos y chicas y esto es lo que reproducen.
Lejos de extinguirse, la manada de hombres perro cuenta ahora con la colaboración activa de la industria del porno, de la industria prostitucional y de un ideario difundido a veces a través de los transmisores culturales (letras musicales, especialmente en reguetón, videos, programas televisivos, anuncios publicitarios) en el que se erotiza la violencia hasta el punto de que podría parecer que a las mujeres les gusta ser violadas, que lo van buscando, que se lo merecen. El porno y la prostitución son territorio salvaje, erizado de oscuros intereses, territorio donde abrevan los hombres perro.
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