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Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

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El Mercado

La pobreza empuja cada vez a más personas a buscar restos útiles entre la basura.

Raúl Alguacil Titos

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Un día de mercado semanal cualquiera. Fruta, verdura, ropa, accesorios para teléfonos móviles, calzado, bolsos, pollos asados, chacinas, frutos secos, pijamas, mantas, paraguas, flores, fundas de almohada,…hay casi de todo. Barato.

Hoy he tenido que estacionar mi automóvil más lejos, y a las siete y veintiocho, cuando llego a mi centro de trabajo, ya hay un bullicio silencioso que se repite todas las semanas, una especie de alboroto contenido por lo intempestivo de la hora; y casi todos los puestos muestran su género a los primeros compradores, madrugadores, que se apresuran para convertirse en los primeros, vencedores de la jornada, en adquirir las mejores piezas de fruta y verdura, las más frescas y aún sin manosear. Aún es de noche y hace frío. A esa hora inhóspita, y mientras avanzo entre ellos con paso somnoliento, pienso que los dueños y empleados de los puestos han iniciado su jornada de trabajo incluso antes yo. Debe ser duro madrugar tanto, pienso mientras añoro la confortabilidad de mi cama.

La mañana discurre, así, con la algarabía habitual, el trasiego de gente, de bolsas y carritos de la compra que entrechocan entre sí en un desorden estandarizado. Hay reclamos constantes para llamar la atención de los transeúntes, que recorren los diversos tenderetes en busca del mejor género al mejor precio. Suena música popular de órgano. Si tuviéramos que explicar a un ente ultramundano qué es la vida, el mercado sería un buen ejemplo.

Fin de mi jornada de trabajo. Son las tres y media de la tarde y cruzo entre puestos a medio desmantelar; otros, la mayoría, ya se ha marchado. Ante mis ojos, una estampa de caos postapocalíptico, pero no se vislumbran hordas de zombis. Ha habido suerte esta vez. Debo poner atención en donde piso mientras me dirijo hacia donde he aparcado mi viejo coche. Debería cambiarlo pero no deseo darle un mordisco a la economía familiar ahora. Creo que aguantará un par de años más. Paladeo la comida que me aguarda en casa. Tengo suerte de que mi jornada laboral sea continua. Tengo mil cosas que hacer esta tarde. Ya queda menos para el finde.

La calle está repleta de furgonetas que están recibiendo la mercancía sobrante del día, así como los aparejos del puesto correspondiente; el suelo está sucio. En el aire flota un aroma algo espeso. Imagino fruta podrida sobre el asfalto tras una mañana soleada. No me gustan las moscas.

Hay un trajín constante de cajas y género de todo tipo; y de brazos que cargan los vehículos, ansiosos por abandonar el lugar. Los servicios de limpieza municipales ya han iniciado las correspondientes tareas de saneamiento de una calle que produce una sensación de decadencia que tiene las horas contadas. En un rato el tráfico habitual estará restablecido; la normalidad volverá para apoltronarse en su reino. Advierto, también, algunos rezagados que aprovechan para hacer compras de fruta y verdura; queda poco género, es de peor calidad, pero es más barato. Se producen las últimas transacciones comerciales del día con moneda menuda; cada céntimo cuenta. Pero hay más, ¿lo has observado alguna vez? Están ahí.

Puede que no te guste, pero el mercado no es lo que tú creías, amigo. Es mucho más. No es solamente un lugar donde se encuentran la oferta y la demanda de productos y servicios, determinándose los precios de estos. No es una cuestión de equilibrio donde los agentes económicos toman decisiones de producción, consumo, ahorro e inversión de manera eficaz y libre, con una intervención del Estado encargado de velar por la seguridad jurídica. Mentira.

Advierto, fugaz, a una persona que se afana en rebuscar dentro de una caja situada sobre el suelo; es verdura indeterminada, con mal aspecto. El encargado del puesto no la va a reclamar. Ni siquiera mira; parece acostumbrado a algo que ocurre todos los días. Me vuelve a la cabeza la palabra equilibrio. Trato de encontrar algo que lo identifique y lo saque de la bruma etérea de la entelequia económica imperante. ¿Convendría hacerme un plan de pensiones? Acelero el paso.

Decido cruzar la calle, atravesando lo que fue un mercado boyante y esplendoroso al mediodía, repleto de color, y me doy de bruces contra la realidad; esa que así, sin anestesia ni edulcorantes propagandísticos, desprende tonalidades más grises. Hay otra persona que rebusca en otra caja; y otra, y otra. Y otra más. Aparecen cuando hay menos miradas indiscretas de vecinos, amigos o familiares. Son los mismos que no quieren admitir, por una mezcla de orgullo y autocompasión, que a veces se ven en la necesidad improrrogable de seguir subsistiendo, entrando a un comedor social o al banco de alimentos, o acudiendo a alguna otra organización benéfica para obtener ropa o para pagar una factura de luz. ¿La familia? Hasta cierto punto; cada cual tiene sus problemas y tampoco están muy bien. Reconocer la pobreza es reconocer que se pasa hambre y frío. Y muchas cosas más, también aislamiento social. Tanto, que a muchos se les apaga el brillo de los ojos.

Nadie los mira en su deambular entre el producto que ya nadie quiere. No merece la pena guardarlo para venderlo otro día porque nadie lo compraría, así que más vale que alguien se lo lleve y lo aproveche. Aunque haya trozos que habrá que tirar a la basura.

Algunos lo llaman desajustes del mercado, otros que mala suerte y que así es la vida, y otros prefieren ignorarlo como si no existiese. La ignorancia es felicidad, diría alguno. Aunque más daño hacen quienes deforman la realidad, forzándola al gusto de una visión limitada y subjetiva, al servicio de los propios intereses o del sectarismo ideológico. Perdón por la redundancia.

Pero la verdad es tozuda y pragmática a la vez, y se queja ante tanto retorcimiento, gime, grita y, en ocasiones, aúlla de dolor. La mayoría de las veces, sin embargo, nadie la oye. El ser humano posee la habilidad para ser inmune al dolor ajeno, adormeciendo nuestro carácter empático, y lo somos de manera voluntaria, dentro de esa carrera vertiginosa que construyen los problemas y las preocupaciones propias. Es más fácil así. Cada uno tiene lo suyo y bastante tengo ya con lo mío, oiga. La vacuna funciona. De no hacerlo, de ser conscientes y no estar dormidos, tendríamos que admitir que hay mucha gente que acude a recoger los despojos y las migajas del sistema. Y después de eso, vendría la respuesta necesaria en forma de justicia. Porque solo así viene esta; de la constatación de la realidad de los demás.

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