En Murcia capital, y otras ciudades aledañas como Alcantarilla, llevamos varios días, quizá ya demasiados, respirando un aire impuro en las calles, que dicen que huele a tubo de escape y a quema de rastrojo. Lo cierto es que los medidores de los niveles de contaminación están alcanzando cifras estratosféricas, a decir de los que saben de esto. Los mismos que te hablan de las partículas PM10 o PM2.5, tan perniciosas para la salud de los seres humanos cuando penetran en los pulmones. El otro día escuché a un médico decir en la radio que estos episodios a lo único a lo que nos pueden conducir, irremediablemente, es a experimentar un notable incremento de ictus, infartos y enfermedades respiratorias. Todo ello acontece cuando estamos envueltos en una nueva epidemia de gripe y Covid, según saben muy bien los profesionales sanitarios de Atención Primaria y Urgencias, los mismos a los que tanto aplaudíamos, a las ocho de cada tarde, durante la pandemia de infausto recuerdo.
Todo apunta a que quienes en su día concibieron un Plan de Movilidad en Murcia para atenuar la presencia de vehículos a motor por la ciudad han venido a hacer, dicho en román paladino, un pan con unas hostias. La circulación, desde que se iniciaron las obras, es tan desastrosa como caótica, al tiempo que el diseño de los distintos carriles, para según qué medio de transporte utilicemos, un puro disparate. Vaya esto para los ideólogos iniciales del mismo y para los ejecutores posteriores. De manera que a cada uno, lo suyo.
Parecería lógica a estas alturas una sonora protesta ciudadana ante semejante situación, pero resulta que vivimos en una sociedad en gran parte inerte, más pendiente de coger buen sitio en el espectáculo del encendido del árbol navideño en la plaza Circular que de exigir a sus gobernantes que, de una vez por todas, pongan fin a esta catarata de despropósitos medioambientales y dislates circulatorios. Porque apelar a las circunstancias naturales y al enclave geográfico de la ciudad para justificar que vivamos en un medio ambiente irrespirable es pretender que el ciudadano comulgue con ruedas de molino. A este respecto, esta semana, también le he oído decir a todo un catedrático de Física de la Universidad de Murcia que no hay contaminación si no hay fuentes de emisión y que la congestión de tráfico y las quemas agrícolas son factores claves y determinantes que producen el cóctel perfecto para lo que estamos sufriendo y soportando. De manera que esto no obedece solo a la inversión térmica, como desde el consistorio se intentó argumentar hace unos días.
La evidencia es tan tozuda como cruel, a veces. La Organización Mundial de la Salud calcula que, anualmente, de cinco a nueve millones de personas pueden morir en el mundo por enfermedades contraídas por efecto de la contaminación atmosférica. Para ser más concretos, la contaminación acaba de forma prematura con la vida de 8.000 a 14.000 personas cada año en Ciudad de México, una de las grandes urbes afectadas en el planeta por esta especie de monstruo silencioso que cercena vidas sin que, en apariencia, exhiba sus fauces. Algo de lo que parece que hay quienes no se quieren enterar por estos lares y, lo que es peor, una cuestión que, posiblemente, hasta les resbale a los que fijan la atención en dispendios frente a lo más urgente y necesario. Confiemos en que en el inminente 2024 alguien quiera y pueda salvarnos del abismo al que se aproxima la salud pública. Ya nos lo advirtió Albert Einstein, cuando dijo que el mundo era un lugar peligroso, no a causa de los que hacen el mal sino por aquellos que no hacen nada para evitarlo.
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