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¿Moriscos murcianos? Ah, sí
Junto con los negros, comprados a mercaderes portugueses, los moriscos esclavos cultivan los campos y huertas o sirven en casas adineradas.
La seda fue la mayor fuente de riqueza en la Murcia del Renacimiento y el Barroco. Y sin duda los beneficios habrían sido mayores si los trabajadores moriscos no hubiesen sido expulsados.
En una visita a Trevélez en las Alpujarras granadinas un día soleado tras una fuerte nevada pregunté a unos paisanos por qué las casas tradicionales no tenían tejado. LLamaba la atención ver desde la parte alta cientos de terrados cargados de nieve. Me explicaron la técnica de construcción de `los moros´: paredes de piedra y mortero encaladas y terrados de launa; exactamente igual que las casas populares del campo de Cartagena.
Todo el Levante, y en particular las regiones de Murcia y Valencia fueron siempre muy atractivas para los moriscos debido a facilidad del acceso por mar al norte de África. Pero este atractivo se debía sobre todo a la fertilidad de estas tierras salpicadas de alhamas, albercas, azequias, azarbes , norias... En fin, ese maravilloso y productivo paisaje del que todavía hoy a malas penas podemos disfrutar y del que hemos alardeado con eslóganes tan sonoros como el de “Murcia, huerta de Europa”. Herederos de la tradición agrícola de sus antepasados, los moros valencianos y murcianos, los moriscos supieron dar continuidad a la la cría del gusano de la seda.
En España se cree que la seda se introdujo por el sureste peninsular ya en tiempos del emperador Justiniano, pero no fue hasta la llegada de los árabes en el siglo VIII cuando se desarrolló su producción, especialmente a partir de la fundación de Murcia. Desde sus orígenes, las sedas españolas alcanzaron un gran prestigio internacional, destacando entre ellas la murciana, con sus ricas telas Wasy, mezcla de seda y oro.
En el siglo XIV los moros plantaron las primeras moreras blancas y se produjo un nuevo e importante florecimiento, con un lugar destacado para la huerta de Murcia. A partir del siglo XV, la morera (Morus alba), desplazará al moral como fuente de hoja para el gusano de seda. En el siglo XVI la población morisca en el reino de Murcia es mayoritaria en el medio rural, aunque también habitan las ciudades ejerciendo diversos oficios y, sobre todo, en el servicio doméstico.
Hasta la segunda mitad del siglo XVI se tolera al morisco por su productividad. Pero tras la guerra de las Alpujarras la situación cambia debido a la desconfianza: la población morisca del reino de Murcia sufre un notable incremento entre desplazados y prisioneros.
Los censos que se hicieron una vez sofocada la rebelión nos permiten acercarnos al conocimiento de su verdadera condición: los moriscos son agricultores, una cuarta parte son esclavos (sobre todo esclavas), en su mayoría traídos como prisioneros de las guerras de Granada. Junto con los negros, comprados a mercaderes portugueses, los moriscos esclavos cultivan los campos y huertas o sirven en casas adineradas. Algunos de ellos, muy pocos, logran la libertad mediante rescate o con alguna treta legal. Otros, caen en la indigencia y la marginación.
Cartagena era el lugar de concentración de esclavos para el servicio del puerto y de las galeras, en las que solían compartir banquillo negros, gitanos, moriscos y delincuentes de todo pelaje. Según el censo de 1573 del corregidor don Lope Sánchez de Valenzuela, la capital del reino contaba con un total de 207 esclavos moriscos, predominando las hembras sobre los varones. No se conoce con exactitud el número de los que trabajan los campos.
En el trabajo agrícola, el morisco emplea todo el conocimiento heredado de siglos. Y es en las labores básicas de la seda donde son esenciales: cuidan el arbolado, recogen la hoja, crían el gusano y los capullos que venden sus amos. Este impulso dado por los nuevos moriscos granadinos a su hermanos murcianos, permitió que en el siglo XVII se desarrollase en la ciudad de Murcia una importante actividad artesanal en torno a la seda: torcedores, tejedores, cordoneros, toqueros, pasamaneros y tintoreros habitaban en el casco urbano y principalmente en los barrios de San Antolín, San Andrés y San Miguel.
La seda fue la mayor fuente de riqueza en la Murcia del Renacimiento y el Barroco. Y sin duda los beneficios habrían sido mayores si los trabajadores moriscos, a los que se les dificultaba o impedía cada vez más la posesión de tierras y la práctica del comercio, no hubiesen sido expulsados. La demanda del precioso tejido para la corte imperial y el ostentoso clero trentino era infinita. Y también para la exportación porque era muy apreciada en toda Europa.
En la primera parte de el Quijote, el caballero manchego y su escudero se encuentran con “unos mercaderes toledanos que iban a Murcia a comprar seda”. Las familias productoras, muchas veces agobiadas por los pagos de sus arriendos o por urgencias alimentarias, malvendían su producto. La construcción del palacio del Contraste pretendió la racionalización de dicho comercio. La desaparición de este magnífico edificio en 1932 es uno de los mayores desastres sufridos por el patrimonio histórico de la ciudad de Murcia.
Fue tanta la importancia de los moriscos en el negocio de la seda, que el concejo, tras una pragmatica de expulsión dada por el rey en 1573 se dirigió a él en estos términos: “Que por la necesidad que hay de los dichos moriscos para la cría de la seda y la granjería de ella, no se los saque de la ciudad”. Sin moriscos, no hay seda. Pero el morisco, libre o esclavo, no puede ser propietario: por eso, igual que construyen en los secanos con sus propias manos casas de piedra con vigas de alzabara y terrados de launa (o láguena como se dice en el campo de Cartagena), levantan junto a caminos y costones de la huerta barracas de barro, cañas y siscar que luego marcarán con una cruz para proclamar su condición de conversos y como signo de integración. Esas incómodas, húmedas y poco higienicas viviendas, icono de nuestro folklore.
Con todas las dificultades, el morisco progresa y la población libre se incrementa hasta la expulsión definitiva en 1609-1614. El padrón del doctor Liébana de 1583 cifra la cantidad de moriscos que habitan la capital y sus alrededores: 2.700 , la mayoría de ellos libres. En 1573, solo eran 1300 con mucha mayor proporción de esclavos.
El cristiano viejo adinerado, azuzado por el celo inquisitorial o por la envidia, no ve con buenos ojos el tímido ascenso social ganado a pulso por los moriscos. A la desconfianza que suscitó la rebelión de las Alpujarras se añade la amenaza turca en el Mediterráneo: se extreman las medidas contra ellos, el control inquisitorial es agobiante y las penas y castigos se endurecen. Tra su salida, imaginamos que muy dolorosa, la sociedad se resiente porque aunque los matrimonios mixtos fueron escasos, su integración fue notable, particularmente en algunas zonas como el Valle de Ricote.
En la segunda parte del Ingenioso Hidalgo, Sancho se encuentra con su vecino morisco Pedro Ricote que tras la expulsión se dirige hacia Alemania. Su apellido señala el parentesco y la procedencia de su familia: un lugar del reino de Murcia, último reducto morisco en la península. Sancho lloró la suerte de su vecino y su hija, la hermosa morisca que había alegrado con su belleza y discreción las calles del lugar de nuestro hidalgo. Del mismo modo, muchas familias cristianas despidieron con lágrimas a los vecinos y parientes que embarcaron en Cartagena en 1614 hacia su nueva patria africana.
Los moriscos se fueron, la ortodoxia católica avanzó un paso, la limpieza de sangre ganó. Nos dejaron como legado las huertas bien irrigadas y planificadas, sus pobres viviendas, muchas de ellas todavía habitables y las moreras, motor de la única industria que pudo haber hecho de Murcia una de las ciudades más ricas y prósperas de España.
Muy poco o nada queda de su artesanía, costumbres y vestidos. La ciudad que les debe una buena parte del moderado esplendor que alcanzó entre en los siglos XV al XVIII, apenas los recuerda. Una notable excepción en la región: Cieza cuenta con su espacio temático: el Museo Siyasa. Si acaso, en el lenguaje de la calle aún queda “morisco” como sinónimo de rebelde y malaje.
Pero también nos dejaron, como patrimonio inmaterial, esas maravillosas polifonías de los auroros traídas desde oriente por los vientos mediterráneos. En opinión de Pedro Segura Artero y Joaquín Gris Martínez (expresada en un artículo recogido en el libro Los Auroros en la región de Murcia): “En el siglo XIII, los moriscos murcianos tenían cantos de alborada que fueron prohibidos por las autoridades cristianas”. Pero los moriscos siguieron cantando al alba, seguramente como llamada al trabajo a toda la comunidad y también supieron adaptar a esos antiguos melismas bizantinos letras censuradas por el clero. Mejor llenar de bellos cantos piadosos la aurora murciana que tratar con el Santo Oficio.
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