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Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

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Sobre la política, el polvo y la utopía

Fuerzas de la globalización

Carlos Egio

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“¡Ele mi Franquico!”, exclamaba mi abuelo cada vez que aparecían imágenes en blanco y negro del dictador por televisión. Corrían los años noventa y su expresión, de tan anacrónica, apenas generaba indignación en el resto de la familia. Ya arrastraba suficiente sufrimiento, pensábamos. De raíces conservadoras y humildes, cada cierto tiempo nos recordaba que había perdido a uno de sus hermanos en la guerra y, años más tarde, a otro en el México anticlerical de mediados de siglo.  

Pepe estaba acostumbrado a decir lo que pensaba y eso no iba a cambiar. Durante casi cuarenta años su forma de interpretar el mundo, impuesta por las armas, había dominado todos los ámbitos del país, desde la educación a la vida íntima, pero esos tiempos ya habían pasado y casi daba un poco de pena saberlo tan desconectado del sentir general. Además, dijera lo que dijera, la democracia ya no tenía marcha atrás. Su yerno podía declararse marxista en público, una de sus hijas divorciarse o su nieto podía responderle y discutir con él sobre la necesidad de luchar contra ETA con los derechos humanos por delante.

Parecía natural su nostalgia. Sus valores no eran los de la Constitución que habían votado nuestros padres. Ya no estaba bien visto, ni siquiera, que su mujer le preparara y llevara la comida al salón para retirarse después a la cocina.

A pesar de lo que nos pueda chocar hoy día esto último, Pepe era una buena persona. Amigo de sus amigos y vitalista como pocos, demostró su honradez cuando, funcionario del Régimen, fue trasladado a Murcia desde su Ciudad Real natal por no pasar por el aro en un claro caso de amiguismo. Nunca se dio cuenta de que no se trataba de un fallo puntual del sistema. Sin transparencia, la corrupción es la norma.

El abuelo murió a las puertas del siglo XXI sin saber que su mujer aceptaría con normalidad que uno de sus nietos saliera del armario, que poco después se legalizaría el matrimonio homosexual, que quien escribe no seguiría sus pasos como cazador y estudiaría Ciencias Ambientales, que algunos sus bisnietos y bisnietas no serían bautizados, y tantas otras cosas.

Como la escopeta que me dejó en herencia, con su ausencia, muchas de sus ideas parecían haber quedado convertidas en recuerdos condenados a acumular polvo. Con el tiempo supe, gracias a que la Ley de Memoria Histórica abrió al público el Archivo de la Guerra Civil, que Pedro, mi otro abuelo, también había estado politizado. Miembro de las Juventudes Socialistas Unificadas y trabajador en los años treinta y cuarenta del Arsenal de Cartagena, tuvo que presenciar los fusilamientos de muchos de sus compañeros. Para siempre debió quedar unido en su cabeza el sonido de los disparos a los “Viva la República”. Apenas contó que perdió un hermano en el primer barco hundido por los golpistas o lo que debió echar de menos durante décadas al que tuvo que exiliarse en Francia.

Así, descubrí que el mundo ideal de Pepe, el hijo del herrero, se construyó sobre el de Pedro, el silencioso hijo del carabinero. El desconcierto del primero en los años ochenta y noventa del siglo XX era el de quien pierde sus privilegios. Estaba justificada su pena si la sociedad española profundizaba en sus derechos recién estrenados, aumentaba la inversión en sanidad y educación públicas, si la igualdad de género, el respeto a la diversidad sexual y los derechos LGTBI se volvían un asunto de Estado, si la cultura florecía dejando atrás la censura y si nuestra ciencia, aunque siempre infrafinanciada, podía empezar a mirar a la cara a la del resto de Europa. Eso, junto a las obras de Picasso, Lorca, Delibes o Machado, era algo que me hacía sentir orgulloso cuando salía del país.

Avanzado el siglo XXI la realidad se ha vuelto más compleja. Nos hicieron salir de la crisis inmobiliaria de 2008, provocada por los especuladores de siempre, destruyendo gran parte de los avances conseguidos. Sin habernos recuperado del todo, el mundo se ha vuelto más inestable, en parte a causa de los errores que arrastramos desde el siglo XX, algunos no casuales, en parte porque la digitalización no siempre se usa para el bien común.

Como pasaba con el abuelo Pepe, se puede entender el miedo de muchos a enfrentarse a la realidad. La crisis climática y ambiental, con su cuestionamiento de una sociedad de consumo que sentimos como propia, los cambios sociales y culturales asociados al mestizaje inevitable y a la globalización, las pandemias presentes y futuras, las tensiones geopolíticas que se esconden tras la guerra… pueden dar pánico. Incluso, la profundización en la igualdad de género puede acomplejar a quien deja de sentirse superior sin más mérito que el azar de haber nacido hombre. Pero la solución no es negar lo obvio y construir una alternativa sobre el sufrimiento de la mayoría, sino afianzar los avances siguiendo el camino que nos marcan la ciencia y el sentido común.

No saldremos de las múltiples crisis con medidas nostálgicas, negacionistas, acientíficas e injustas, sino con más democracia, educación, solidaridad, cultura e información veraz. No nos salvará del futuro desempolvar viejas ideas y guarecernos en un pasado irreal. Eso… eso sí que es utopía.  

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