Es muy posible que muchos de los que tanto han ensalzado en los últimos tiempos la figura de Adolfo Suárez, hubiesen mostrado reticencias en su día a que este se reuniera con el secretario general del clandestino Partido Comunista de España (PCE), Santiago Carrillo.
Fue una tarde de febrero de 1977 cuando el presidente del Gobierno y exministro Secretario General del Movimiento se entrevistó con el líder comunista, en el chalé madrileño del abogado José Mario Armero. Aquel encuentro duró cinco horas y, parafraseando el drama del gran Delibes, aunque Armero no fuese el actor principal sino más bien el intermediario entre los dos políticos ya desaparecidos, podríamos haberlo titulado 'Cinco horas en casa de José Mario'.
Con el horizonte puesto en la convocatoria electoral de junio, Suárez era consciente de que unos comicios sin la presencia de las candidaturas del PCE no le otorgarían la vitola de resultar auténticamente democráticos. De aquella cita salió el compromiso implícito de la legalización, que tuvo como fecha para consolidarse y hacerse efectiva un paradójico Sábado Santo. Adolfo Suárez, equilibrista de la Transición, al que sí le dieron un golpe de Estado en la cara, con metralletas cuyas balas le silbaron muy cerca de su cabeza, el mismo que había dado su palabra de honor a los generales en una reunión previa de que nunca legalizaría el PCE, realizaba un nuevo triple salto mortal sin red que, como otros en sus años de vino y rosas, le saldría bien.
La foto que acompaña este artículo es un compendio de todo aquello: en ella se ve al cardenal Tarancón, presidente de la Conferencia Episcopal, a Suárez y a Carrillo, departiendo en un acto público, a comienzo de los ochenta. La Iglesia, con los rojos, menudo sacrilegio: “Tarancón al paredón”, que se gritaba por aquellos días.
Tan detestables para algunos eran entonces Santiago Carrillo y su partido como hoy resulta cuanto envuelve al movimiento secesionista catalán y, en especial, sus presos y huidos. La entrevista reciente del secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, con el líder de Esquerra Republicana de Catalunya, Oriol Junqueras, en la cárcel de Lledoners donde se encuentra interno, o la de la eurodiputada Carolina Punset -expedientada para su expulsión por Ciudadanos-, con el expresidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, en Waterloo, así lo han evidenciado.
El simple contacto con cualquier elemento próximo al 'procés' es algo que resulta altamente peligroso y contaminante, como los radionucleidos. Parece darse a entender que el conflicto catalán tendría que arreglarse por ciencia infusa, sin posibilidad de diálogo, en una actitud que recuerda mucho a la utilizada tiempo atrás con el terrorismo en el País Vasco, cuando se negaban una y otra vez las conversaciones entre el Gobierno central y la cúpula de ETA, siendo evidente que las hubo y las había, por los unos y por los otros, llegando a calificarse en un momento determinado por todo un jefe del Ejecutivo español, no sin jactancia, como “contactos con el Movimiento de Liberación Nacional Vasco”.
Al igual como en ese tiempo había quien aseguraba que la presencia de la banda terrorista suponía un rédito electoral para determinadas opciones políticas, algo que siempre será discutible, hoy podría colegirse con similar argumentario que el problema catalán, también. La postura inamovible de aplicar con contundencia el artículo 155 de la Constitución y castigar con casi 180 años de cárcel a los políticos independentistas encausados, a los que se califica reiteradamente de golpistas, parece no ayudar mucho a la hora de solventar las cosas.
Los últimos posicionamientos se sitúan entre la decisión de la Abogacía del Estado de retirar la acusación de rebelión para todos los implicados, rebajándola a sedición, en contraste con la desproporcionalidad que denuncian los independentistas en la petición de penas realizada por la fiscalía, algo que justifican muchos de los constitucionalistas. En cualquier caso, el Tribunal Supremo tendrá la penúltima palabra -que no la última-, ya que tras la sentencia hay quien atisba un posible indulto desde el Ejecutivo de Pedro Sánchez.
Cabe recordar cómo en Escocia y Quebec se gestionó el brote separatista por parte de los gobiernos británico y canadiense. Es sorprendente que aquí, al tiempo que se ensalzó el resultado de aquellos procesos -con referéndum incluido, favorable al 'no' en ambos casos- y se insista en esa máxima de que es hablando como se entiende la gente, incluso que se nos llene la boca con la palabra 'ejemplar' al glosar nuestra Transición, conscientes de todo lo que esta implicó en renuncias y hasta en notables dosis de falsía, se mantenga la mirada alicorta a la hora de bregar en el intento de alcanzar soluciones por determinados derroteros en el asunto catalán.
Algo que dice bastante sobre las verdaderas intenciones de los practicantes de lo que podríamos denominar, desde una pretendida libertad sin ira, la política del avestruz, aunque siempre haya quien considere que determinadas reflexiones, y quizá esta sea un ejemplo, no se ajustan a lo que ellos entienden como lo políticamente correcto. Ni siquiera aunque, por dejación o inercia, se vaya directo al abismo.
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