Llevaba varios días pensándolo, cuando el domingo por la mañana escuché en la SER a Juan José Millás comentar el silencio de la Iglesia. Vaya por delante el respeto a los fieles, católicos o evangélicos, así como el agradecimiento a los capellanes y sacerdotes que asisten los entierros, a tantas personas anónimas voluntarios de Cáritas y otras instituciones benéficas de confesión católica, monjas, sacerdotes en la estela del padre Ángel, que están dando contra la pandemia a nivel personal lo mejor de sí mismos.
Son esfuerzos y sacrificios a los que obligan tanto la fe en un dios amoroso y justiciero, como la laica fraternidad que todos profesamos (o deberíamos profesar) debido a nuestra condición de ciudadanos.
Sin embargo, en circunstancias extremas como la que ahora nos agobia, junto a estas actitudes ejemplares, estamos viendo también comportamientos bochornosos, voluntarismos absurdos y ocurrencias infantiles, por no decir algo peor. Sobran, porque además de inútiles son peligrosas.
Curas diciendo misas sobre tejados y azoteas, o por las calles del pueblo bendiciendo al personal, alguno escoltado por la policía municipal (imagino que con la venia del alcalde para que no le apedreasen al cura, por necio), inconscientes; pasando de que agentes y vehículos al servicio de esas estupideces pudiesen ser requeridos para posibles emergencias reales.
Otro cura le pide al presidente Pedro Sánchez y al vicepresidente Pablo Iglesias que salven a España del coronavirus con un sencillo gesto: sus mutuas conversiones a la fe católica, apostólica y romana.
La estupidez siempre tiene precedentes, y en este caso también. Durante la epidemia de 1918, el obispo de Zamora desafió las recomendaciones de las autoridades sanitarias y apostó por las misas y novenas a San Roque, protector “contra la peste y todo mal”. Según él, la causa de la gripe eran “los pecados y la ingratitud”. Las novenas fueron un éxito, que el obispo calificó como “una de las victorias más importantes que ha obtenido el catolicismo”. Y también la gripe: en Zamora se registraron más muertes que en otras capitales españolas.
Un vistazo a la soledad de la plaza de san Pedro en estos días explica la cosa mucho más nítidamente que todos los panfletos político-apocalípticos del agrado de estos iluminados, a los que el episcopado español ya debería haber puesto freno, prohibiendo y condenando públicamente iniciativas inadecuadas, absurdas e incívicas. Como el de las devotas que salieron en desfile procesional este viernes santo, probablemente ansiosas por lucir sus mantillas de encaje. Berlanga no exageraba.
La Iglesia Católica debería de haber prohibido hace tiempo estas costumbres idolátricas extremas: hacer noche a la intemperie, soportar colas interminables para besar un trozo de madera, saltar una verja en una catarsis histérica, o zambullirse en piscinas milagrosas como la de Lourdes.
Pero las autoridades eclesiásticas en lugar de pronunciarse contra ellas, las defienden y protegen, como fuentes de un montón de ventajas espirituales, apelando al derecho de los fieles a expresar su devoción, y encantados de que el pueblo creyente les haga gratis la propaganda.
El caso es que ahora, en plena pandemia, las pilas de agua bendita, la piscina de Lourdes y los pies de palo tallado de aquel hombre torturado y ejecutado por los romanos, están en off. Algunos deberían preguntarse de qué sirven, si en los momentos críticos y dramáticos como el que vivimos se les condena y clausura por antihigiénicos.
El pueblo, sabio, tiene un refrán muy adecuado a las presentes circunstancias: “Fíate de la Virgen y no corras”.
En lugar de exaltar el ánimo idolátrico, patriotero y milagrero ¿no deberían predicar desde sus púlpitos mediáticos la cordura y el sometimiento a la autoridad civil, como ordena y exige la Biblia? ¿Van a seguir haciendo politiquería y jaleando a los que aprovechan esta epidemia global para derribar un gobierno de 'rojos ateos'?
Ya está bien de tonterías, señores jerarcas católicos y clero en general. Arzobispos, obispos, prelados, priores, prepósitos, cardenales, magistrales, abades, abadesas, rectores, coadjutores, capellanes, deanes, arcedianos, párrocos o chantres… ¡Contamos con ustedes! Ahora tienen la oportunidad de demostrar que son mejores que aquellos que criticaba el arcipreste de Hita, o los que bendijeron el golpe militar fascista.
No existen mejores morgues u hospitales de campaña que los templos vacíos o cualquiera de sus múltiples propiedades inmobiliarias –incluidas las recientemente inmatriculadas-, ni decisión más acorde al espíritu cristiano que ponerlas a disposición del gobierno, ofrecerlas a la nación en esta emergencia sanitaria; ello estaría en consonancia con la doctrina que ustedes predican: el amor al prójimo. Cuando lo hagan, hablaremos de milagros.
¿O es que temen que les roben los candelabros de latón?
Los fieles juzgarán si lo que buscan es el bien de la comunidad o salvarse a sí mismos. Si persisten en el silencio, el día de mañana sus templos seguirán tan vacíos como hoy.
No pierdan esta, tal vez su última oportunidad de predicar con el ejemplo.
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