Hace exactamente dos años publicaba un artículo, en este mismo medio, titulado “Unidad y humildad, porque Murcia me duele”. Me sigue doliendo, y aunque en breves fechas dejaré esta tierra, me seguirá doliendo porque su gente es ya la mía.
Han pasado muchas cosas desde entonces y algunos no han aprendido nada… o se empeñan en no hacerlo. Esto último me parece lo más preocupante, lo admito. En clave política, aquel lema surgido de Vistalegre II, “Unidad y Humildad”, surgía como un grito de guerra con la finalidad de impulsar a una organización que iba más allá de lo estrictamente político, nacida directamente del tejido y la necesidad social, para alcanzar una finalidad que, en teoría, la izquierda dice compartir; es decir, alcanzar la justicia social y un mundo basado en la igualdad y la libertad (aunque los neoliberales que ahora son tan amigos de la ultraderecha lo nieguen, tergiversen y confronten ambos términos, no puede existir una sin la otra).
Lo bueno de aquel gran estallido democrático y participativo fue la propuesta, el debate de ideas y de modelos, y la asunción de compromisos, consecuencias y responsabilidades. Todo de manera impecablemente democrática. Hasta entonces se habían hecho mal algunas cosas (que nadie piense que la perfección es obligatoria y menos cuando se trata de la toma de decisiones políticas), pero parecía existir un compromiso sano y auténtico de autocrítica y redención. Ilusionar a tantos millones de personas con un proyecto político debe tener un efecto balsámico y regenerador que te hace apretar los dientes para dar lo mejor de ti mismo en lo sucesivo. Y se había encontrado una receta eficaz que era asumida por todos y todas: unidad y humildad.
Bueno, eficaz cuando aplicas el remedio y cuando cumples tu compromiso, y es evidente que esto no ha ocurrido. Hay quien ha hecho caso omiso. Ahora mismo vivimos un momento convulso donde hay mucha gente hablando de culpabilidad (siempre es culpable el otro, claro). También hay desencanto, deserción, traición y resignación, incluso hartazgo. Y no vale mirar hacia otro lado o poner cara de póquer (lo contrario a parecer un ser humano). Toca recordar que no estamos aquí para calentar sillones como hacen otros (los de siempre), o para proteger intereses personales, o de camarillas que surgen sin cesar (que siempre tienen más razón y son más auténticos que todos los demás), provocando más daño y una perplejidad creciente entre la gente.
Se ha faltado a la unidad. Y se la ha lacerado a diversos niveles, provocando un galimatías electoral y una situación a años luz de lo que entenderíamos por un mínimo de coherencia. Y no era tan difícil. Primero porque era una autoexigencia y, en segundo lugar, porque un proyecto compartido, fruto de la participación social y con objetivos comunes no debería resultar una quimera entre personas, organizaciones y conciencias que habitan espacios comunes. ¿Cuántas veces hemos construido, juntos y juntas, esa utopía? ¿Y cuántas veces la hemos destruido?
Algunos no parecen enterarse de que el electorado no penaliza tanto la corrupción, la demagogia o la mentira como la falta de coherencia. Eso es lo más devastador para una organización política. Lo que no entiendo es que con la cantidad de brillantes analistas políticos existentes en la izquierda (uno por persona), no se han dado cuenta de ello… o al menos se empeñan tanto en situar el foco sobre las diferencias que puedan existir; que no son tantas ni tan determinantes, aunque nos empeñemos (o nos conduzcan) en transitar el sentido contrario.
Y se ha pisoteado a la humildad. Si la falta de unidad y coherencia es devastadora, cuando falla la humildad nos acercamos a un abismo apocalíptico (salvo en el espectro de la derecha, donde la humildad no es una variable a tener en cuenta). Y ahí estamos, palpando el borde del precipicio de manera irresponsable. Otra vez.
En aquel artículo de 2017 señalaba que la humildad presuponía la inclusión de la pluralidad y la heterogeneidad; y que la pluralidad es un requisito básico de la democracia y frente al pensamiento único que deriva hacia los personalismos y las actitudes antidemocráticas. Pero cuando esa pluralidad supone la ruptura de la coherencia y el bombardeo de un proyecto político y social, entonces es cuando nos volvemos a separar de la gente, de la realidad, y es cuando adquirimos los vicios de la vieja política, esa a la que le importa más la pervivencia de la organización (y de los egos e intereses que las habitan) que las necesidades reales de las personas. La conclusión es que no puede haber unidad, es decir, cohesión interna y coherencia en el discurso, sin humildad, sin la aceptación generosa de ese debate y de sus legítimas consecuencias.
Y es que la humildad está íntimamente ligada con la capacidad de decir oiga me he equivocado, o esto no ha salido como yo esperaba y por eso me voy; que no pasa nada, he hecho lo que he podido con la mejor intención, pero a veces en la vida –sabe- las cosas se tuercen y yo qué sé, puede que hasta yo no tuviera razón. No debería ser un drama. Ya no hay navajas ni insultos en redes sociales, ni los que se alimentan de ello (la red de Zuckerberg últimamente es un hervidero de mamporreros que sería divertido si no fuera superado por lo bochornoso y lo psicotrópicamente irresponsable).
Y aquí es donde cada cual debe realizar un examen de conciencia interior y valorar quién ha faltado al mandato democrático (y de la lógica política) de mantener la unidad y humildad. A lo mejor lo has hecho tú mismo o misma. Considéralo un instante.
La Región de Murcia ha sido un ejemplo muy ilustrativo de todo esto. Ni tan siquiera se ha logrado hacer aquello que las bases mandataron respecto a la denominada confluencia. Ha sido un fracaso demoledor que ha evidenciado la falta de unidad y de coherencia, y el resultado ha sido… el que ha sido. No valen las justificaciones ambiguas e interesadas. La política es el reino de la subjetividad, pero no debe servirnos de excusa para aparcar la objetividad de las matemáticas. Estas son frías, pero también reales, y evidencian lo que hay fuera de la caverna. Todo ese mundo subterráneo plagado de sombras que es la política, con rencillas personales, guerras de intereses, escisiones y retórica, no interesa demasiado a quien tiene un trabajo precario, al que se marcha por falta de oportunidades, al que va a ser desahuciado, al que tan solo quiere poner un negocio en marcha, a quien presta un servicio público o a quien cobra una pensión con la que apenas le llega para vivir dignamente y encima tiene que ayudar a su familia.
¿Es tiempo de autocrítica? Sí. En el ámbito de la izquierda siempre lo es, hasta el infinito… pero hay que salir (por favor) de la espiral de la autojustificación sin valor renovador y asumir responsabilidades, sin esquivarlas, sin tapar el mar, ni el bosque evidente que se esconde detrás del árbol, y sin creer (no seamos ilusos) que somos imprescindibles porque somos “los más mejores” (con perdón). No, no lo eres. Ni tú, ni nadie.
La receta, en mi opinión, sigue siendo válida. Solo falta que la apliquemos y vemos qué pasa. Alguna vez.
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