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“Mamá, despiértame a tu hora”

Niña derrotada por los deberes sobre su libro de matemáticas

Elena Cabrera

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Estamos agotadas. Nunca había necesitado un verano en primavera pero este año sí. Al igual que tantos eventos se han aplazado en 2020, propongo que al menos haya uno que se anticipe: las vacaciones. Ya sé que no es plan venir con estas en mayo, que lo que piden los agentes externos es volverse superproductivos de nuevo, que justo ahora nos estamos desescalando con ganas (y hasta cortándonos el pelo y haciéndonos la cera) y que todavía queda mucho por hacer antes de tumbarse en la hamaca, pero de verdad, por una vez, al menos, que acabe el curso escolar ya.

Mi hija, que está cerca de cumplir los 9 años, cada día se acuesta más tarde y se levanta cuando se lo pide el cuerpo. Todos los días me propongo despertarla pronto pero esas dos horas que le llevo de ventaja en la mañana son las dos únicas que puedo trabajar con plena concentración. No le caben en el día todas las tareas que tiene pendientes, no porque sean muchas (aunque se han acumulado de tal manera que empiezan a parecer un inabarcable trabajo de fin de carrera) sino porque hace tiempo que su cabeza se ha ido de vacaciones, en clase preferente. Me pide: “mañana, mamá, despiértame a tu hora para que me dé tiempo a hacerlo todo”, pero es imposible, cuanto más se expande el día, más crece el poliespán de los ratos muertos, los intervalos que ocupan más tiempo que los actos en sí: por ejemplo, cinco o seis veces más de tiempo ocupan los gestos anteriores y posteriores al vestirse que el momento de ponerse las prendas encima. O lavarse los dientes: veinte segundos rodeados de diez minutos de poses frente al espejo, de un cuarto de hora probándose diademas e inventando coletas, media para hacerle una cuna al muñeco en el bidé con las toallas, contarle un cuento a su bebé y ponerle una canción en el móvil, que al final se convierte en otra media hora más porque buscando la canción de cuna acabó viendo un vídeo de Los Polinesios, no se sabe cómo. De repente, es la hora de acostarse, el cuarto de baño está hecho unos zorros y hoy tampoco se ha bañado. “Mañana, mamá, despiértame a tu hora para que me dé tiempo a hacerlo todo”, me dice de nuevo.

Uno de esos últimos días de lluvia que tuvimos, pasamos una mañana machadiana haciendo cada una nuestros deberes, en nuestras respectivas habitaciones, con los spotifies sonando bajito, mientras la melancolía mojaba los cristales. De vez en cuando iba a echarle un ojo. Ella estaba enfrascada en su ordenador, haciendo juegos matemáticos en una de las plataformas que sus profesoras están usando para avanzar materia. Me pregunto dónde estaban estas plataformas antes, cuando también las necesitábamos. Esa mañana sí que me cundió lo mío. Miré el reloj y era casi la una; me extrañó que llevara tanto tiempo sin llamarme o venir a curiosear lo que hago. Me dirigí a su habitación en cuclillas y, bueno, la pillada fue monumental, más o menos como la intensidad de mi enfado. Hacía largo rato que la pestaña de Matific del navegador estaba criando telarañas. En cambio, los videos de sus youtubers mexicanos de cabecera estaban en puro prime time. “¡Apaga el ordenador!”, grité, sonando exactamente igual a mi madre en 1988.

Esta semana, después de varios desencuentros al respecto de las tareas pendientes, Eleonor tomó la iniciativa y me dijo: “deja de preocuparte que yo me organizo”. Hemos llegado al viernes y su organización ha consistido en dejar de lado matemáticas y lengua para dedicarse a los trabajos de plástica y los experimentos de ciencias naturales. Cuando he hecho el repaso de lo pendiente, tenía ejercicios sin hacer de quince días atrás. Al final hemos tenido que volver a 1988 y la hemos dejado sin marcianitos hasta que se ponga al día. Nada nuevo respecto a lo que ya dijimos el segundo día de este diario, hace dos meses: la escuela en casa no es para nosotras.

En uno de los trabajos que le habían pedido, Eleonor debía hacer una redacción en inglés sobre una persona que conociera y de la que pudiera hablar de cómo era antes en relación a cómo es ahora, una excusa de su profesora para practicar el pasado simple y el presente simple. Para Eleonor fue, en cambio, una excusa para ponerme a caldo, pues sin ningún pudor dijo de mí que de pequeña yo era “fun, loving and friendly” (se nota que no me conoció) y que ahora me había convertido en “very controlling”. Supongo que tiene razón, la maternidad y el confinamiento sacan lo peor de mí.

Para compensar el efecto que la redacción produjo en mí, intenté ser “fun, loving and friendly” para Eleonor y sus amigos, convocando para todos un juego detectivesco por videollamada. Utilicé un par de casos de una baraja llamada Red Stories. En cada carta tienes un título, una ilustración y un pequeño texto. A partir de ahí, haciendo preguntas sagaces, se puede adivinar todo lo demás. No se me había ocurrido que se podía jugar a distancia hasta que escuché El juego de los detectives que hace Roberto Sánchez en La Ventana de La Ser los fines de semana. Eso sí, ya me gustaría a mí escuchar a Roberto Sánchez lidiando con siete niños (un niño y el resto mozas), confinados desde hace tiempo, menores de diez años y que se distraen de la investigación criminal poniéndose fondos macarras en el Zoom. Finalmente, resolvieron los dos casos, con gran alborozo y, al final, fue una gozada muy fun, muy loving y muy friendly, al menos, para mi yo del año 2020.

Por los chats me llegan historias de despertares furibundos, malhumores excéntricos, repentinas pérdidas de apetito, incontrolables subidas de volumen en las palabras de algunas frases, incompatibilidad extrema con los cepillos de pelo y dientes, reacciones alérgicas extremas a las duchas y sorderas repentinas selectivas. Toda esta sintomatología en los menores solo puede responder a una enfermedad: ansia vacacional.

La situación actual en el control de contagios del coronavirus nos dice para hoy que son 234.824 casos los confirmados en España; 1.936.591, en Europa y 4.962.707 en el mundo.

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