Bailes palaciegos en el supermercado
“¿Hace cuánto tiempo que no sales de casa?”, me pregunta Alberto, mientras bajamos las escaleras hacia el mundo exterior. Sin contar el encuentro con el wallapopero y la rápida visita al centro de salud, “cuatro días –le digo–, ¡qué emoción!”. Salimos con el carro y las bolsas para hacer una incursión en el supermercado y la farmacia. Somos como Rick Grimes y Glenn Rhee dejando el campamento para buscar víveres en el pueblo más cercano. Al pisar la calle comprobamos que no hay nadie a un lado ni a otro, nos miramos en silencio y asentimos, con nuestras armas en alto: podemos proceder.
Camino de la farmacia, el sol nos acaricia con fuerza, el cielo está terriblemente azul y el tráfico es tan leve que me recuerda los maravillosos agostos madrileños, en los que siempre pensamos “¡ojalá fuera así todo el año!”. Pues toma: agosto en marzo. Coronavirus, gracias. Está todo tan tranquilo que no puedo evitar pensar en todas esas amenazas invisibles: la radiación, la contaminación, el polen, el capitalismo salvaje. Por un segundo me monto una película en la que nos lo estamos inventando todo, pero al llegar a la farmacia sí que hay algo muy raro.
“Ojito con el pomo de la puerta”, le digo a Alberto, innecesariamente porque le han puesto un tope para que se quede siempre abierta. Pegado al cristal, un cartel advierte que solo se puede entrar de dos en dos. Metemos la cabeza y, como no hay nadie, entramos. Pero tampoco podemos hacerlo mucho. Los farmacéuticos han levantado una barricada de un metro de alto entre ellos y nosotros con todos los displays publicitarios que han podido encontrar. “¡Bonita exposición de carteles que nos habéis puesto aquí!”, les dice Alberto, un poco a voz en grito por si no nos oímos bien. El farmacéutico se ríe y contesta: “no sabemos ni lo que ponen, pero oye”. “Pero oye” quiere decir que cumplen bien su función, que está claro que esa es su línea de defensa y que más allá no te puedes acercar. Mientras Alberto pide sus pastillas, miro los carteles, o más bien los carteles me miran a mí, pues son siete u ocho caras más grandes del tamaño real, sonriendo ampliamente porque se les revierte la alopecia, no se les despega la dentadura postiza y la piel se les va a poner suavecita.
Misión cumplida, vamos a por la batalla final: el supermercado. Mentalizados vamos para hacer cola un buen rato. Pero no, solo la normal. Lo que sí es extraño es el curioso baile palaciego que nos traemos con los otros clientes al cruzarnos por los pasillos. Mantener siempre un metro de seguridad me hace dar pasos adelante, atrás, a derecha, a izquierda, un poco sin ton ni son, según viene la cosa. A veces, la otra persona y yo lo hacemos a la vez y se crea un abismo enorme, que rápidamente es ocupado por alguien que empuja un carrito, así que otra vez otro paso a un costado y así, sin quererlo, me voy alejando de los yogures, a los que me está costando llegar en línea recta.
Esta vez conseguimos pan de molde sin dificultad. El problema era la carne. (Yo soy vegetariana pero mi familia guarda una distancia de seguridad conmigo, en ese aspecto). Las estanterías estaban temblando y apenas quedaban algunas bandejas con opciones exóticas. Como una de esas cosas raras que la gente no se lleva es la hamburguesa vegana, me fui de allí contenta. Por otro lado, me alegré de tener suficiente papel higiénico en casa. De alguna manera, me daba vergüenza comprarlo hoy, después de los mil memes que hemos recibido y compartido en estos días.
Al volver a casa, comunico en mis grupos de WhatsApp la experiencia. Estos días, son nuestros bares, más que nunca. En mi grupo de amigas “Aquí esperando” (pues eso, un día que tardaban) la tranquilidad de mi barrio contrasta con la de Lavapiés, donde la Policía ha mandado a una amiga de una amiga a casa, cuando esta pretendía ir a hacer la compra al supermercado. En mi grupo familiar se está siguiendo con alborozo la trayectoria de un vuelo Lima-Madrid que mi hermano ha podido coger de regreso a casa, tras un viaje absurdo en el que no le dejaron entrar a una fábrica a hacer su trabajo y le mandaron de vuelta a España, con el cierre de las comunicaciones aéreas entre Perú y España a punto de dejarle al otro lado del océano. Mi grupo de amigas denominado “Acción Mojitos” (no hace falta dar más explicaciones de por qué se creó) se ha convertido en una especie de consejería de sanidad. Se preguntan cosas tipo ¿creéis que se puede hacer esto o lo otro? Una de nuestras amigas está encerrada en casa, con su marido y sus dos hijas, con una cuarentena de verdad, no como lo mío, debido a un positivo en su equipo de trabajo. No puede ni bajar al súper. Quizás es ella la que nos ha hecho tomarnos más en serio algunas cosas. El marido de otra amiga ha pensado irse de escalada este fin de semana. Lo que decimos es fino, pero no lo reproduciré por si acaso me acaba leyendo. Mientras miro el móvil tengo la radio puesta y justo se está hablando de que el parking de La Pedriza está hoy hasta los topes y el director técnico de un hospital está echando pestes de la gente que precisamente ahora se le ocurre irse a hacer alpinismo y exponerse a un esguince. Después de todo lo que le ha caído, parece que el escalador ha desistido. Otras dos componentes de este grupo nos traen noticias frescas del mundo adolescente: las medidas de seguridad no son de aplicación a los más jóvenes y el virus no les afecta, parece ser. Es una evidencia científica, si no, no se explica porqué el bar del pueblo de la sierra madrileña, a cuya plaza da la ventana de su habitación, estuvo hasta las tantas llena de locos menores de 20 años. Les debe ir mal el WhatsApp.
Lo que no me para de llegar, por esa vía, son chistes sobre madrileños que, en algunos casos, exacerban cierta tirria vestida de humor. Me reí mucho con el primer tuit que decía que se habían avistado hordas de madrileños disimulando sus ejque y sus laísmos al desembarcar en su segunda residencia en la playa. Ese fue el primero, después vinieron muchos más. Entonces, Alberto me advirtió de que, en sus propios grupos, está notando que hay una corriente haciéndose fuerte de cierto, no sé si odio pero sí aprovechamiento de la situación para tirar contra los madrileños. “Es injusto, Madrid es una ciudad acogedora y solidaria como hemos demostrado en muchas ocasiones”, me dice Alberto, mientras seguimos acomodando la compra en la cocina, en un arranque de filantropía inédito en él. “Igual nos lo merecemos –le contesto– por tantos años de comentarios, también injustos, sobre los catalanes, o quizá es algo del carácter español, que disfruta metiéndose con el vecino”. Yo qué sé. Abro otra vez WhatsApp mientras digo esas últimas palabras, para ver por dónde va el vuelo de mi hermano, que está siendo muy comentado en mi grupo de primos gallegos. En lugar de eso, encuentro un meme con una foto de zombies (“madrileños llegando a Galicia”) encima de una foto de Rick, Glenn y los demás protagonistas de Walking Dead (“los gallegos”).
Hoy los casos confirmados son de 5.753 en España, 35.851 en Europa y 142.320 en el mundo, pero como los casos débiles no se contabilizan, ya todos sospechamos que son muchos más.
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