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EN PRIMERA PERSONA

Cómo le conté a mi hijo de cuatro años que tengo cáncer de mama

Una madre y su hijo.

Raquel Haro

20 de enero de 2021 22:58 h

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¿Cómo contarle a un niño de cuatro años que tienes cáncer? ¿Cómo hacerlo sin llorar? ¿Puede entender alguien tan pequeño que su mamá le lea los cuentos con doble mascarilla? Ay de verdad, ¿es que acaso mi hijo no tenía bastante con tener una familia desestructurada y un principio de fimosis?

En un primer momento le oculté mi enfermedad porque me preocupaba que se utilizara contra mí en el juicio por la custodia. Ya me imaginaba al abogado de mi ex : “Es imposible que alguien con cáncer pueda cuidar de un niño de cuatro años… Mírenla, si parece un esqueleto”. Y yo contestando furiosa: “’¡Miente, señoría! Yo siempre he tenido este tipín”. 

Pero pasa el tiempo y sigo sin contarle al niño nada sencillamente porque no sé cómo abordar el asunto. Desde que me detectaron los tumores hay días en los que me siento la desgraciada protagonista de una película de Isabel Coixet, pero otros me miro al espejo y me veo como una superheroína de Marvel. Sin embargo, cada vez que me imagino contándole a mi hijo lo mío, mis superpoderes desaparecen por completo. Así que dejo que pasen los días, las semanas y los meses.

Tengo la suerte de que la quimio no me provoca efectos secundarios más allá de la calvicie (bueno, y de que se me hayan quedado las cejas más despobladas que a Gallardón), por lo que puedo seguir haciendo vida con él. Incluso más que antes, porque estoy de baja. De hecho, creo que cuando mi hijo se acuerde de esta etapa, no la recordará como una época en la que su mamá estaba enferma, solo aquellos meses en los que su mamá pasaba más tiempo con él que nunca (aunque de repente, y sin ningún motivo, se ponía a llorar).

La psicóloga me habla de la importancia de que el niño sepa la verdad. Me explica que él no es tonto, percibe que “algo pasa” aunque no se lo cuente. Me dice que si sigo ocultándole mi enfermedad aprenderá que no hay que hablar de lo que te pasa con la familia, que está bien guardar secretos. Y eso sí que no, no quiero que llegue a la adolescencia y me oculte sus miserias: como que fuma porros, que hace pellas, o peor, que le gusta el reggaeton.  

La psicóloga tiene razón, el niño no es tonto. Se da cuenta de que todas las semanas vuelvo con marcas en los brazos y me pregunta por qué tengo esas pupas. Le digo que me ha picado un mosquito. Me dice que en invierno no hay. Le digo que hay mosquitos migratorios: vuelan desde Ecuador hasta mi cuarto. Me pregunta que por qué a él no le pican. “¿No quieres ver un capítulo de la Patrulla Canina, cariñín?, pues siéntate, que te voy a poner tres”.

Mis amigas me dicen que cómo hago para que no se dé cuenta de que estoy calva. Muy sencillo: nunca, jamás, bajo ningún concepto me quito la peluca. Ni siquiera para dormir. Sí, se enreda, se encrespa y empieza adquirir un volumen desorbitado (me empiezo a parecer al Tío Jesse de Padres Forzosos), pero da igual. Lo único que me importa es que no se entere. Y lo estoy consiguiendo, el niño no sospecha nada. Mi secreto está a salvo. O lo estaba. Hasta que ocurrió lo del parque. 

Estoy con mi hijo una tarde en los columpios de al lado del colegio. Siempre juego con él y sus amigos, sobre todo cuando hace días que no le veo porque ha estado con su padre. Estamos jugando al pilla- pilla. Me paro para quitarle un prominente moco a mi hijo. En ese momento una nena de su clase me aborda por detrás, se me engancha a la cabeza y cuando baja se agarra de mi pelo. La peluca se queda en su mano y mi mente en blanco. Todos los niños con los ojos muy abiertos empiezan a comentar: “¡está calva, está calva!”. Me siento como cuando era pequeña y tenía complejo de peluda y los nenes de mi clase en cuanto llegaba la época de ponerse manga corta me llamaban en coro “mujer-lobo”. Hay que joderse, toda la vida sufriendo por el pelo: por el que falta, o por el que sobra.

Tardo exactamente tres segundos en volver a colocarme la peluca y cuatro en llamar a mi psicóloga para ver cómo resuelvo la situación. Me dice que aproveche lo que ha pasado para contárselo todo. Tengo que hacerlo, no puedo procrastinar más. Dejo al niño con sus primas y yo me pongo a pensar cómo abordar tan difícil conversación. 

Pienso en escribirle un cuento específico para él. Un cuento con ilustraciones y todo donde la protagonista sea una mamá que tiene un secreto: mientras su hijo está en el cole se quita la peluca y se pone la capa de superheroína para ir a luchar contra unos monstruos con forma de células. Me imagino que se lo leo y cuando llegamos al final… ¡tachán! Me quito la peluca para que vea que su mamá es la prota del cuento. ¡Su madre una superheroína! Mato dos pájaros de un tiro: yo me atrevo por fin a quitarme la peluca y a él se le quita de golpe la papitis. Pero luego pienso en que tendría que buscar un ilustrador, una editorial para publicar todo esto y... buff, me doy cuenta de que tengo que elegir: o cuento ilustrado o blog.

Me voy a recoger al niño sin tener ni idea de lo que le voy a decir, ni idea. Entramos a casa, me quito el abrigo y pongo la canción de “Muero de amor” de La Bienquerida. Y empiezo a hablar. Por fin, después de no sé cuántos meses, empiezo a hablar de lo que me ocurre con mi hijo.

“Mamá tiene la teta malita, cariño”. “¿Tienes una pupa? ¿te pongo una tirita?”, me dice. “Más o menos, es una pupa que está por dentro. Por eso me van a quitar la tetita y me van a poner otra que esté buena”. El niño asiente con total naturalidad, así que continúo: “Le tenemos que decir al médico que tenga mucho cuidado, no vaya a ser que se despiste y en lugar de una teta, en el hueco me ponga una mano, una oreja, o un culo”. El niño se troncha. El ambiente es relajado y yo estoy de buen humor. Le explico que tendré una gran cicatriz. Pero que no se tiene que asustar, que las cicatrices son bellas, que simbolizan que su madre es una guerrera y que ha ganado una gran batalla. Y también le cuento que me están dando una medicina que me cura pero que hace que se me caiga el pelo, y por eso llevo peluca. Me la quito, me toca la calva, dice que parezco el abuelo, luego coge la peluca y se la pone él. Le sienta genial. Nos reímos un montón. Sigue sonando la canción. Se me cae una lagrima, pero es de emoción.

Yo he tardado varios meses en atreverme a decírselo y él al día siguiente ya estaba contándoselo a sus compañeros en la asamblea de clase. Desde entonces, cada tarde que estoy con él en el parque, en algún momento sus amiguitos se me acercan para que les enseñe la calva. Se ponen a mi alrededor y yo digo sin complejo: a la de una, a la de dos, y… ¡a la de tres! Y rápido rápido, me quito la peluca y me la vuelvo a poner. Todos alucinan y mi hijo me mira orgulloso.

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