Senegal, donde nadie quiere tener un vecino gay
En las últimas semanas, ciudades de medio mundo se han llenado de besos y abrazos entre personas del mismo sexo, de manifestaciones donde la bandera arcoiris ha tomado las calles o incluso ha teñido las fachadas de ayuntamientos y otros edificios oficiales. Madrid ha estallado este fin de semana y el movimiento LGTBI sigue de fiesta. Pero en muchas partes del mundo, la homosexualidad, lejos de ser algo para celebrar y visibilizar, sigue marcada a fuego en los Códigos Penales de países incluso laicos y alejados de las tendencias fundamentalistas.
Es el caso de Senegal, un país de órbita francófona que ha vivido un “gran retroceso” en “la tolerancia que existía hace no tantos años” con las prácticas homosexuales, según coinciden en denunciar activistas LGTBI y miembros de ONGs que trabajan sobre el terreno en África. Un Estado con un modelo de desarrollo de cierto éxito -la foto fija recuerda a la España del desarrollismo, con kilómetros de nuevas autopistas y viviendas en construcción por buena parte del país, un nuevo aeropuerto y el proyecto de crear un nuevo Dakar en las afueras mientras el dinero siga fluyendo- alejado de las influencias yihadistas -pese a que alrededor de un 92% de la población profesa la religión musulmana- y un destino turístico más que seguro para los blancos que cada vez tienen que borrar más países de su mapa de vacaciones. Un país en el que sólo el 3% de la ciudadanía senegalesa afirma que no le molestaría tener una persona homosexual como vecina, según el Afrobarómetro de 2015. El margen de error de cualquier sondeo demoscópico.
Tal vez por eso, el actual presidente de este país subsahariano, Macky Sall, dejó claro ya en 2013 que Senegal no estaba preparado para legalizar las relaciones entre personas de mismo sexo. Y que su despenalización “no se producirá mientras yo esté en el poder”, pese a las presiones que se puedan producir desde los países occidentales. En 2019 hay nuevas elecciones presidenciales y el sueño de cambio que encumbró a Sall ha entrado en barrena para parte de la población que vio con buenos ojos su llegada al poder. El presidente Macron ha visitado en numerosas ocasiones Senegal desde que accedió al Elíseo, pero este tema no está, al menos públicamente, en la agenda política. Salvo en la de algunas ONGs -que han impulsado proyectos pegados a la comunidad LGTBI- e instituciones que están dispuestas a destinar fondos públicos para proyectos de apoyo a este tipo de “colectivos vulnerables”.
En Dakar, la capital de Senegal, es martes y la contaminación se adhiere a los extremidades sudadas de un grupo de periodistas y de representantes de las diputaciones de Bizkaia y Gipuzkoa. De la mano de responsables de Médicos del Mundo, nos adentramos en un edificio en un lugar indeterminado donde nos esperan gays, lesbianas, activistas LGTBI y trabajadoras del sexo. La cita no es pública. Nos han convocado a una reunión sin luz ni taquígrafos en un edificio del centro de la ciudad. El sol cae a plomo, como la represión y las denuncias contra los homosexuales que siguen dando la batalla contra un Código Penal que en su artículo 319.3 prevé penas de prisión de entre 1 y 5 años y multas de entre 100.000 y 1,5 millones de 'cefas' (150 y 2.300 euros) por “actos impúdicos o contra natura”. Así se definen legalmente las relaciones entre personas del mismo sexo en este país subsahariano.
Michel sabe de lo que habla. Cuando a los 17 años descubrió que le gustaban los hombres también había decidido casarse con Dios. Estaba estudiando en el Instituto de Teología para ser cura (diácono) y ya mantenía relaciones con uno de sus superiores. Internet y los móviles están muy presentes en la vida cotidiana de los senegaleses. Tanto que Michel usaba la aplicación Romeo -una suerte de bazar para entablar amistades y relaciones de pareja- para entrar en contacto con otros hombres. “Un día se me olvidó el móvil y ni primo le contó a mi tía lo que descubrió. Tuve que marcharme de casa y, poco después, tuve que abandonar la congregación”. Después tuvo que abandonar el país que le vio nacer.
Michel tiene ahora 26 años. Es flaco, espigado y no muy alto. Tuvo que marcharse a Costa de Marfil y a otros países de África del Oeste como Camerún. Pero allá donde recalaba para rehacer su vida acababa llegando también una carta de los líderes espirituales de su congregación en la que advertían a quien quisiera leer sobre su orientación sexual. Y vuelta a empezar. Finalmente volvió a Senegal a casa de unos amigos. Pero su familia, implacable, comenzó a enviarle amenazas de muerte a través del móvil:
-“Hemos hecho una reunión y te vamos a matar porque eres homesexual. Eres la vergüenza de nuestra familia y te mataremos, te lo juro en nombre de Dios”.
-“Te estamos viendo últimamente y sabemos donde vives ahora y te juro que morirás pronto porque sabemos dónde estás ahora e iremos”.
Su sueño de ser cura se ha truncado. Al menos en esta vida. Su determinación por reivindicar su homosexualidad en libertad está en plena ebullición. Como Bijoux, una mujer de 28 años que trabaja activamente en una asociación de lesbianas creada en 2004. La echaron de la escuela al descubrirse su orientación sexual tras ser denunciada por sus propias compañeras de pupitre. Y acabó trabajando en lo que pudo y así tirar para adelante, aunque a día de hoy la información sobre su condición sexual sigue colgada en la Red. La “estigmatización y las denuncias” llovieron en los siguientes años como solo sabe llover en el trópico. Fuera en temporada de lluvias o en el ciclo seco. Tan orgullosa como Fatou, que apunta que en Senegal “siempre tienes que fingir, tener varias caras -estar casado, tener hijos y ser homosexual, por ejemplo-, usar estrategias para que te dejen vivir tranquila”, expone. A ella la casaron a sus 14 años con un hombre del pueblo. Se negó a tener relaciones sexuales con él. Y lo pagó caro: “me pegaba patadas y puñetazos hasta que se cansó y dejó de venir por casa. ”Pero cuando pienso en todo lo que he recorrido y en lo que he luchado para rehacer mi vida, para reinventarme... la verdad es que me siento orgullosa de mí misma. Ahora cuando ahorro un poco de dinero me alquilo una habitación de hotel y me quedo tranquila viendo una película, pensando en recuerdos del pasado o compartiendo una bebida con una amiga. Y así soy feliz“, revela. Pequeños espacios de libertad en una ciudad que ha visto manifestaciones contra la homosexualidad relatadas a toda plana en las primeras páginas de los periódicos.
Jean Marie es un activista LGTBI que no se esconde. Si estuviéramos en Oakland (EE UU) en 1966 se diría que encaja como un guante en la estética de los Panteras Negras. Pero el rinoceronte dorado que cuelga de su negrísimo cuello nos traslada al África subsahariana de un plumazo. Es el secretario general de la red nacional de asociaciones -un total de 35- que más está haciendo por la lucha de los derechos de lesbianas y gays en su país. “Estamos trabajando en un contexto muy difícil”, admite. “Luchamos contra la discriminación y la estigmatización que arrastramos”. Y ahí entra como un tiro la labor de Médicos del Mundo y su forma de tejer una red que une a la sociedad civil, la protección de “colectivos vulnerables” como el LGTBI o las trabajadoras del sexo, con el recordatorio al Estado de sus “obligaciones” en materia de salud y otros derechos. “Yo no llevo la bandera del movimiento LGTBI, no queremos apropiarnos de una lucha que no es nuestra”, afirma Guillermo Martínez, responsable de esta ONG en Senegal. Desde 2017 han formado ya a 13 personas para ser hojas frondosas metafóricas de baobab, el árbol nacional.
El objetivo, en realidad, es fortalecer una red de entidades locales y de personas que sirvan a la comunidad a través de proyectos financiados por instituciones como las diputaciones de Bizkaia y Gipuzkoa. Solo Bizkaia ha destinado para proyectos concretos de Médicos del Mundo 120.000 euros anuales para este tipo de colectivos en peligro. A veces, la cosa es cuestión de vida o muerte.
“Sois unos luchadores por los derechos humanos”
Y pese al dinero público que sigue fluyendo, la diputada foral vizcaína de Empleo, Inclusión e Igualdad, Teresa Laespada, tras escuchar junto a su homólogo en el cargo en Gipuzkoa y reconocido activista gay de los derechos del colectivo LGTBI, Denis Itxaso, todos estos testimonios, asegura que “el cambio cultural no se puede producir desde el dinero, sino desde el activismo local”. Denis recuerda que en España ya se ha producido ese cambio político -cuenta que el Ministerio del Interior español lo dirige hoy un magistrado que visibiliza su condición de homosexual- y cultural, “pero no en la religión”. “Aquí, igual que hace décadas en España, sois unos luchadores por los derechos humanos”, apunta, clavando su mirada en Jean Marie y Bijoux.
Los periodistas y las autoridades vascas abandonan la sala. El calor se ha vuelto aún más pegajoso en Dakar. Ha caído el sol y el tráfico se ha puesto de nuevo imposible. En la habitación del hotel les espera una ducha, aire acondicionado, tal vez un baño en la piscina y una cerveza Flag helada. Antes de partir, todos han sido invitados a dejar en un cuadro su huella dactilar junto a un baobab -el árbol nacional- a modo de hojas que crecen y crecen hasta llenar el infinito. Hay pinturas de todos los colores, esos que se multiplican en los vestidos de las mujeres que llenan los puestos de los mercados o recorren con sus cacahuetes o sus deliciosos mangos a la búsqueda de unos cientos de 'cefas'.
Cada huella dactilar parece una metáfora de la red tejida en estos años para que los derechos de estos “colectivos vulnerables” funcione como tejido civil, protección y a la vez tormenta de arena que pretende impregnar a una población preocupada por el futuro de su país.
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