Esos que dicen querernos
Una gota de agua cae sobre una piedra y la acaricia. ¡Plic! La humedece, y el color tierra poroso se llena de vetas anaranjadas y rosáceas. La piedra se seca y vuelve al estado tosco. ¡Plic! Otra gotita. El plano es ahora como un atardecer: el rosa, el naranja, los ocres crean franjas hermosas. ¡Plic! ¡Plic! ¡Plic! La gota minúscula acaricia la piedra cada día y moldea la superficie lisa. ¡Plic! ¡Plic! ¡Plic! ¡Plic! ¡Plic! ¡Plic! ¡Plic! Un surco. Y después de un tiempo largo, la firmeza de su acto blando parte a la piedra en dos.
Hace exactamente un año y cuatro meses que sé de la existencia de una sombra que es como esa gotita. Insistente, traslúcida, dura. Abrasiva como el viento. Como el cúmulo del centenar de caricias de los labios de los creyentes sobre el pie del niño Jesús la noche de Gloria. Beso. Pañuelo. Avanza la fila. Beso. Pañuelo. Avanza la fila. Beso. Pañuelo. Mi turno (ahora soy una niña y he acompañado a mi abuela a la iglesia). El sacerdote baja la esculturilla para que pueda besar los pies de la criatura santa. Veo que mi dios no tiene dedos. Beso a beso, llega la mutilación.
Sé que la sombra puede aparecer en cualquier lugar, pero es tan endeble y tan joven, tan poca cosa, tan mínima, que estoy segura de que no podrá hacerme nada. Les digo a mis familiares y amigos que no tienen de qué preocuparse. Cuando aparece en mi lugar de trabajo, golpea el cristal y se queda allí plantada, le pido que se vaya. También lo hago en librerías, salas de teatro o salas de conciertos a las que acude porque sabe que va a encontrarme. La sombra ha estado sentada muchas veces en primera fila si he tenido que dar una charla. Al dirigirme al público la esquivo y punto, no pasa nada. Si se me acerca, le pediré que se vaya. Es incontinente con las palabras y le gusta jugar al escondite en las redes sociales. Se agazapa detrás de otras sombras y me recuerda que me quiere, que juntas podríamos hacer cosas magníficas, que tenemos mucho que darnos.
La primera vez que la vi pensé que era un nuevo alumno que llegaba a clase antes de hora. Cuando supe que no era un estudiante, la puerta ya estaba cerrada con llave y él aprovechaba la intimidad del taller para decirme que quería abrazarme. “¡Solterona!”, “¡Inmadura!”, “¡Pedófila!” me gritó más tarde la sombra desde detrás de la puerta de cristal que separa el taller de la calle.
¡Plic! Un email. ¡Plic! ¡Plic! Otro. ¡Plic! Una visita al taller. ¡Plic! ¡Plic! Un comentario tosco en twitter. ¡Plic! Mi charla. ¡Plic! ¡Plic! La presentación del libro infantil de mi amiga. ¡Plic! El concierto de mi novio. ¡Plic! Palabras, insultos, golpes en la persiana. ¡Plic! ¡Plic! ¡Plic! ¡Plic! Plic! Una anguila de plástico cortada en trocitos.
“Como me cruce contigo voy a estrangularte y descuartizarte para complacer a todos los miserables vagabundos que habitan las calles de Barcelona. Verás qué festín, dejaré los ojos para lo último y me guardaré los pezones en una fiambrera para mi propio disfrute. Por primera vez en tu vida le serás de alguna utilidad a alguien que no sea tu propio ego ni el de tus acólitas lameculos. Si lo prefieres puedes suplicar clemencia a este acosador, violador, torturador y psicópata; solamente serás violada hasta tener tu tercer aborto.”
Convivir con una sombra coarta la libertad, obliga a cambiar rutinas, a gastar dinero en seguridad, a dejar de hacer cosas que son necesarias. La sombra que me persigue es mínima, no forma parte de mi pasado, no vive en mi casa, no he tenido relaciones íntimas con ella, no tenemos hijos la sombra y yo, pero su existencia me fuerza a cambiar mi vida hasta el punto de abandonar la ciudad en la que vivo. Pienso que hay muchas mujeres que sí que tienen vínculo emocional con la sombra que les amarga vida y he de hacer un gran esfuerzo para comprender la magnitud del problema. He denunciado varias veces a la sombra gritona, he llegado a comisaría con los emails impresos en papel y el listado de lugares en los que ha hecho aparición fantasmal, he llevado en sobres de plástico los objetos con los que me obsequia. Tengo fotos y vídeos en los que aparece, porque nunca se va de mi estudio hasta que llega la policía. Sé que si mañana quiere, volverá a besuquear la puerta de cristal que separa mi taller de la calle y nadie podrá llevársela.
Escribo con la templanza de hablar desde el privilegio: hice público el acoso y la ayuda llegó de inmediato, pero pienso en todas esas mujeres que llevan años con la gotita encima y no pueden hacer nada. ¡Plic! Pienso en las que cuando salen de casa tienen que sonreír porque su sombra es cariñosa y amable si están en la calle. Pienso en todas esas mujeres que saben que si hablan de lo que sucede en su intimidad las van a llamar locas o exageradas y prefieren no hacerlo porque si la sombra se entera, los gritos en casa serán más estridentes y los golpes en puertas y paredes, más fuertes. Pienso en la urgencia que tenemos de modificar este sistema patriarcal que normaliza actitudes atroces y no facilita que la ayuda llegue a tiempo cuando una víctima llama al 112.
Ariadna, ¡Plic!, Ana, ¡Plic! ¡Plic! Júlia, Carmen, ¡Plic!, Violeta, Lara, cuando me decís que hay una sombra que os tira del pelo, que vuestras pequeñas han dicho papá y pupa en una de sus primeras frases, que guardáis una foto del culito inflamado de vuestra niña con una marca roja exactamente igual a la forma de la mano de vuestra sombra, que no podéis vestiros como queréis, ni maquillaros, ni respirar, que habéis perdido a vuestros amigos, creedme, se me encogen las tripas, porque sé que no mentís y que el resto no os cree.
¿Sabéis que sucede entonces? Que la acumulación rompe una superficie que creíamos dura, y que llega el día en el que el ¡plic! hace ¡crack! y un sistema que como norma nos invisibiliza, nos elimina radicalmente. Algunos de nuestros nombres pasan a engrosar el listado de mujeres muertas en manos de sus agresores y la comunidad vuelve a ponerse las manos en la cabeza preguntándose con una ingenuidad que es un insulto cómo ha podido suceder tal barbaridad. Esos que decían querernos nos partieron en dos como a la piedra más dura. Estrangulándonos, cortándonos en trocitos y quemando nuestros cuerpos en una barbacoa, arrojando nuestros cadáveres a un contenedor o al fondo de un pantano. Muchos de ellos tenían varias denuncias puestas, algunos ninguna.
Treinta y cinco mujeres han sido asesinadas por sus parejas o exparejas en lo que llevamos de año en nuestro país. Recordemos que las muertas en manos de agresores con los que no tenían un vínculo sentimental no computan. Pero las exageradas, las intensas, las que pierden la cabeza y son engullidas por la histeria somos nosotras. Después de cada nueva mujer muerta, la vida sigue como antes. Y aquí no ha pasado nada.
5