Acoso sexista y Universidad
La violencia que sufren las mujeres por el hecho de serlo se manifiesta en una amplia gama de supuestos, entre los que ocupan un lugar cada vez más sobresaliente los casos de acoso. #Metoo ha tenido mucho que ver en ello, porque, por una parte, nos ha permitido conocer historias de vidas de mujeres pertenecientes al mundo del cine, de la fama y de la televisión que han relatado con tristeza un recuerdo que no terminan de olvidar y que ha marcado sus vidas personales y sus carreras profesionales para siempre, pero, por otra, nos ha causado una gran desazón al hacernos caer en la cuenta de todos aquellos casos en los que víctimas desconocidas, grises y sin oropeles, ni siquiera se han atrevido a denunciar.
El foco se ha puesto en estos días encima de la Universidad, en las modalidades de acoso que se pueden generar en su seno, los mecanismos previstos para atajarlos, así como la respuesta institucional ante lo que no dejan de ser episodios violentos que reflejan la existencia de situaciones objetivas de subordinación entre quien tiene que examinarse y quien le examina, quien está realizando una tesis doctoral y quien se la dirige, o quien se encarga del mantenimiento de un laboratorio y quien lo organiza, cuando esa misma situación de subordinación es aprovechada en beneficio personal, con la amenaza expresa o implícita de la consabida represalia.
Si se dejan a un lado las características de los casos concretos, es incuestionable la responsabilidad que tiene la propia Universidad, obligada a garantizar que las personas que estudian, trabajan o simplemente entran en contacto en su seno, lo hagan sin cortapisas, garantizándoles ex ante el ejercicio de su libertad, lo que le evitará tener que improvisar soluciones de compromiso para sortear situaciones concretas, con todos los riesgos inherentes a la propia improvisación. Para ello debe aprobar los protocolos de actuación que ofrezcan seguridad jurídica, encaucen los procedimientos para aclarar las denuncias que se interpongan e impongan, en su caso, las sanciones correspondientes.
El respeto a la presunción de inocencia del agresor es el principio básico de cualquier procedimiento que pueda terminar con la imposición de una sanción, pero también debería serlo el respeto a la veracidad del testimonio de la víctima de manera que no se caiga en la tentación de criminalizar a quienes presentan las denuncias por el mero hecho de hacerlo, porque cuando eso ocurre, se corre el riesgo de caer en el mismo comportamiento sexista que se está denunciando y que pasa por calificar a las denunciantes como mentirosas compulsivas por el mero hecho de haberse atrevido a contar lo sucedido.
De las distintas modalidades de acoso que podemos imaginar, el sexista es el más difícil de definir. Ello es así porque si bien es amplio el rechazo que cosechan los supuestos de agresiones sexuales, de abusos sexuales, incluso de acoso sexual, porque en todos ellos se visibiliza una clara lesión de la libertad sexual de las víctimas cuando se ven involucradas sin su consentimiento en situaciones de contenido sexual, el sexista es mucho más etéreo. En este sentido, la Ley Orgánica de Igualdad lo define desde 2007 como cualquier comportamiento realizado en función del sexo de una persona, con el propósito o el efecto de atentar contra su dignidad y de crear un entorno intimidatorio, degradante u ofensivo. Esta pluralidad de resultados que puede provocar esta clase de acoso permite todavía graduar dentro del mismo grupo de acoso sexista, modalidades como el acoso intimidatorio o el chantajista, más graves que el acoso que solo genera un entorno ofensivo.
Pero si la definición es compleja, todavía lo es más la tarea de catalogar como acoso sexista unos hechos de la vida diaria, en la que botones hay para muestras.
El cruce de los datos relativos a la repetición de hechos, esquemas y estrategias, así como la constatación del sexo femenino de las personas involucradas en distintos episodios, constituyen un potente indicio de la presencia de sexismo constitutivo de acoso cuando se hace prevaliéndose de aquella situación de subordinación que se establecen en muchas relaciones diarias.
De repetirse siempre el esquema, estaremos presenciando un supuesto de acoso sexista, en el que toman cuerpo los patrones machistas de comportamiento en virtud de los cuales se reproduce el histórico discurso masculino sobre el uso del cuerpo de una hembra como objeto de placer sexual para el hombre, despersonalizando a todas las mujeres.
Por eso el acoso sexista es una modalidad de violencia de género.
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