El autoritarismo nada disimulado de una sentencia histórica
La primera imagen que se asoma a la mente de quien lee y analiza la sentencia dictada por el Tribunal Supremo en el caso del secesionismo catalán es la de los distintos representantes de la Fiscalía General del Estado (vinculada por su Estatuto a la defensa de la legalidad) proclamando sin argumentos que los hechos juzgados fueron constitutivos de un delito de rebelión porque concurrió la violencia o la amenaza de violencia o la violencia sobre las cosas, que de todo hubo. A la postre, los fiscales que aparecieron en carrusel ante la Sala no han logrado convencer a los siete magistrados de que los actos juzgados fueran constitutivos de un delito de rebelión. Muy a su pesar, los más de cien penalistas que denunciamos hace dos años la utilización espuria de ese gravísimo delito teníamos razón.
El juicio contra los cabecillas del independentismo catalán estuvo marcado desde el principio por un apelativo que llenó titulares de periódicos, alegatos parlamentarios y, lo que es peor, resoluciones judiciales: que Junqueras y el resto de los acusados eran “golpistas”, que pretendieron dar un golpe de Estado, lo mismo -alguna política dijo que “incluso peor”- que el intento del 23F, cuando Milans sacó los tanques a la calle y Tejero secuestró el Congreso de los Diputados con un grupo de guardias civiles. La evidente distancia entre aquellos hechos y lo ocurrido ahora en Cataluña no deja resquicio a la duda en el plano penal: mientras aquello era una rebelión clarísima, esto último fue quizá un “atentado grave al interés general de España” -como dice el art. 155 de la Constitución- lejano de la rebelión violenta.
Todas las manifestaciones llevadas a cabo en Cataluña habían hecho gala de un pacifismo deliberado, más allá de algunas extralimitaciones menores. Es cierto que los políticos acusados habían desobedecido las órdenes del Tribunal Constitucional, que les conminó a no seguir por esa vía, pero de ahí a calificar los hechos como rebelión hay un abismo en el que no ha caído la sentencia. Sin embargo, el Supremo se extralimita -en mi opinión- a la hora de valorar la “seriedad” de los fines secesionistas calificándolos como “mera ensoñación” y como “artificio engañoso”, porque ello se compadece muy mal con una larga serie de resoluciones del mismo Tribunal que hicieron hincapié en el carácter perfectamente organizado del secesionismo para mantener la acusación por rebelión y la consiguiente prisión preventiva. Este giro radical permite sospechar que se mantuvo la anterior opinión de un modo poco razonado.
La condena por el delito de sedición abre un intenso debate jurídico, que no se centra sólo en lo acertado de esa calificación sino en la propia persistencia de esa figura penal. Años antes de que comenzara el “Procés”, en 2007, escribí en unos Comentarios al Código Penal que “esta figura delictiva debe desaparecer para dejar su espacio a los desórdenes públicos, pues de un desorden público se trata”. Insospechado entonces el protagonismo que iba a alcanzar la sedición 12 años después. Si propugné su desaparición era por dos razones: la enorme ambigüedad de la conducta castigada y la raíz profundamente autoritaria de este delito.
Por lo que se refiere a lo primero, el art. 544 del Código Penal castiga el “alzamiento público y tumultuario para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las Leyes o a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público, el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales”. Es decir, que si un grupo numeroso de personas se manifiestan contra la aplicación de una Ley (posiblemente injusta) puede haber sedición; pero también si un funcionario judicial intenta practicar un desahucio y los vecinos de la familia desahuciada se “alzan” para impedirlo…. ¿Qué es entonces lo que se pretende castigar? Al responder a esta pregunta se descubre precisamente la raíz autoritaria de este delito.
Tanto los Códigos Penales decimonónicos (1848, 1850 y 1870) como la legislación de orden público (Ley de 1870) colocaban la sedición junto a la rebelión porque en el fondo se concebía el orden público como “orden social” u “orden político”, un espacio cerrado a cualquier disidencia cuya represión estaba encomendada a la autoridad militar, habilitada para declarar nada menos que el estado de guerra cuando “se hubiere manifestado rebelión o sedición”. Y a partir de esa declaración todo el poder (legislativo, ejecutivo y judicial) quedaba en manos de dicha autoridad militar, para anular las libertades y juzgar sumariamente a los disidentes. Pero si este antecedente remoto no rezumara autoritarismo por los cuatro costados, algo más cerca queda la criminalización de las huelgas de trabajadores en la época franquista mediante el delito de “huelga sediciosa”, cuya derogación se planteó el Tribunal Constitucional en 1981 porque parecía frontalmente contrario a la Carta Magna. Los antecedentes no pueden ser, por tanto, menos presentables.
Dicho eso, la explicación que ofrece la sentencia no convence en absoluto. Sostiene que es un delito contra el orden público y no contra la Constitución, pero al definir aquél no lo identifica con la “tranquilidad pública” o la “paz en la calle” (nociones propias de Estados democráticos) sino con el “normal funcionamiento de las instituciones”, lo que se parece sospechosamente a la definición contenida en el art. 1º de la Ley de Orden Público de 1959, eje de la represión franquista: “el normal funcionamiento de las instituciones públicas y privadas”-se decía entonces. ¿Por qué siguen ese camino tan autoritario los siete magistrados del Supremo? Porque necesitan justificar que los altercados del 20 de septiembre y del 1 de octubre de 2017 no fueron unos simples desórdenes públicos, una mera extralimitación en el derecho de reunión (si hubo alguna), sino el momento culminante de un proceso político que no pretendía sólo protestar contra medidas gubernamentales sino que iba más allá: cuestionaba el mismo orden jurídico, perseguía subvertir el orden constitucional. Aquí se aprecia una grave fisura en la argumentación del Tribunal Supremo, que emplea miles de palabras para decir que no está castigando la ideología independentista pero utiliza esa misma finalidad (“extremista”) para justificar la concurrencia de la sedición.
Descendiendo al detalle de la condena, según la sentencia se verificó la sedición en dos momentos: el 20 de septiembre de 2017, cuando 40.000 personas fueron reunidas y alentadas por los dirigentes independentistas “para impedir” el registro en la Consejería de Economía, y el 1 de octubre, cuando 2 millones de catalanes fueron llamados a votar en un referéndum ilegal, a sabiendas de su ilegalidad y con la finalidad de incumplir la orden del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, que había prohibido su celebración. Respecto al primero de los momentos, la respuesta es clara: por grande que sea el número de ciudadanos reunidos en la calle para manifestarse contra una medida (judicial, gubernamental o legislativa), la Constitución ampara el derecho de todos y cada uno de ellos a manifestarse, habiendo declarado el Tribunal Constitucional que se trata de un derecho preferente porque sirve para conformar la opinión pública democrática.
El oportuno recurso dirá si el Alto Tribunal mantiene esta opinión. Y por lo que se refiere al referéndum ilegal del 1 de octubre, habría que decir dos cosas: en primer lugar, que su convocatoria se anunció el 9 de junio de 2017 y se verificó mediante la Ley de transitoriedad, fechada el 8 de septiembre del mismo año, lo cual impide decir -como hace la sentencia- que los 2 millones de catalanes fueran a votar “para” desobedecer esa resolución que lo prohibía; más bien votaron “a pesar de” dicha prohibición, que no es lo mismo. En segundo lugar, por mucho que se empeñe el Supremo, si la convocatoria ilegal de un referéndum quedó despenalizada en 2005 (Aznar la había penalizado poco antes), resulta imposible aceptar que promover esa convocatoria y acudir efectivamente a votar constituya una sedición.
La conclusión a que todo ello nos aboca no puede ser más decepcionante en términos democráticos. El Tribunal Supremo ha buscado la forma de condenar cuando no había materia suficiente para ello, recurriendo a una argumentación que adolece de un autoritarismo nada disimulado. La deslealtad institucional catalana quedó reprimida mediante el artículo 155 de la Constitución; no hacía falta escarmentar a los independentistas con penas largas de prisión. La calidad democrática de España ha descendido varios enteros con esta sentencia.