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Brasil: Biblia, buey, bala

Bolsonaro

Juan Agulló

sociólogo y periodista —

A Jair Bolsonaro, reciente ganador de la primera vuelta de las elecciones presidenciales brasileñas, le hubiera resultado complicado ser elegido en España: en 2003, en los pasillos del Congreso, no dudó en espetarle a una compañera diputada que no la violaba porque “no se lo merecía”. Además de ese desagradable episodio, el personaje en cuestión ha ido acumulando a lo largo de los años improperios y salidas de tono de todos los colores: racistas, machistas, homófobas, glorificadoras de la dictadura militar y en términos generales, poco compasivas. Los brasileños no pueden esconder que saben quién es Jair Bolsonaro: sus exabruptos, exageraciones, zafiedades y empanadas mentales forman parte del acervo político nacional. 

Aunque, desde que el ex Presidente Lula da Silva (PT, izquierda) fue encarcelado y su candidatura presidencial, impedida, Bolsonaro lideraba las encuestas, sus posibilidades reales se dispararon a una semana de los comicios. Contribuyó a ello la transfusión de votos de la burguesía urbana liberal, fundamentalmente paulista (del Estado de São Paulo, 45 millones de habitantes, con un PIB y un IDH de los más altos de América Latina). Prueba de ello es que el PMDB y el PSDB, los dos grandes partidos promotores -en 2016- del Impeachment contra la ex Presidenta Dilma Rousseff, el domingo pasado, apenas sumaron un 6%. El anti-petismo no parece haber sido de hecho, el causante de una adhesión en masa tan rápida e impresionante. 

En 2014, en la primera vuelta, la candidatura de Dilma Rousseff cosechó 43 millones de votos. El domingo pasado, la de Fernando Haddad (PT) y la de Ciro Gomes (PDT), que esta vez fueron por separado pero se reunirán en la segunda vuelta, sumaron 44 millones. Lo relevante fue, sin embargo, un importante trasvase de intenciones de voto (de Lula a Bolsonaro) que equivale, prácticamente, a los apoyos que hace cuatro años hicieron la diferencia en la segunda vuelta ¿A qué ha podido deberse? Pues a lo que Yves Pedrazzini llamó, hace años, ‘Cultura de Urgencia’, es decir, a un movimiento táctico en un país en el que, los partidos políticos, con muy pocas excepciones, no suelen querer decir (casi) nada para la gente. 

En Brasil no existe, de hecho, una crisis de legitimidad como la que caracteriza a algunos países europeos: allí, eso de “el sistema YA no me representa luego voto en contra” se cambia por “el sistema NUNCA me representa luego voto a quien se acuerde de mí”. Es una lógica distinta a la europea que, además, tiende a decidirse en el último momento: en 2002, Lula, fue más una revuelta contra los padecimientos provocados por los planes de ajuste que un voto racional a favor de un proyecto izquierdista. En 2018, Bolsonaro, parece estar suponiendo (más que una repentina fe fascista colectiva) un voto retador y una salida frente a los bloqueos, cada vez más incómodos, y a la polarización política a la que ha estado sometido al país. 

Hay en este sentido un dato que a menudo se olvida. En esta elección, no solo PMDB y PSDB se han quedado en un 6% sino que varios políticos ‘demasiado’ identificados con el sistema, de izquierda y de derecha, se han quedado fuera de Congreso y Senado (la más conocida, Dilma Rousseff). ¿Qué quiere esto decir? Pues, para empezar, que lo sucedido el domingo pasado en Brasil tiene una lectura menos simplista y formalista de la que, rápidamente, se le ha querido proporcionar en Europa. ¿Similitudes con la oleada mundial de ultraderechismo? Pues quizás, aunque con la condición de que se le preste más atención a las peculiaridades locales: Brasil es, por ejemplo, uno de los países más desiguales del mundo, dato no menor. 

La desigualdad supone, en la práctica, poca cohesión social y obliga a proporcionar explicaciones segmentadas y desde luego, mucho más matizadas de las cosas que aquí en Europa. En las zonas rurales, por ejemplo, prácticamente el único factor de vertebración social que existe son las iglesias, sobre todo evangélicas. Dichas instituciones que constituyen en multitud de ocasiones instancias de canalización local de las relaciones de poder son las estructuras que verdaderamente articulan, organizan y median en el Brasil contemporáneo. Su existencia, en el fondo, se ha convertido en un regulador al servicio de la estabilidad del sistema y su capacidad de presión, precisamente por ello, está aumentando sin freno. 

En dicho marco, un factor que preocupa cada vez más a los evangélicos brasileños es la arrogante preeminencia de los circuitos de poder tradicionales: São Paulo, Rio de Janeiro, Brasilia y el empobrecido Nordeste, granero del PT y desembocadura de fondos públicos. Y ahí es donde, los evangélicos, han encontrado un aliado estratégico: el Agronegocio. En los últimos años, de hecho, el país está cambiando su matriz productiva, ligándola a las exportaciones agrícolas. Ello está provocando sigilosas alteraciones en las relaciones de poder: el eje parece estar moviéndose, desde los centros tradicionales, hacia la llamada República de la Soja (una extensa zona de cultivo, equivalente a la superficie de Gran Bretaña). 

Durante el Impeachment contra Dilma Rousseff, en 2016, eso fue parte de lo que estuvo en juego: la burguesía paulista, reunida alrededor de la suma PMDB/PSDB, no podía sola. Su temor político era que los ingresos petroleros (toda una novedad en Brasil) cayeran en manos del PT: contra un clientelismo tan generoso iba a ser imposible competir (no preocupaba la corrupción, inquietaba el asentamiento material del lulismo). Hicieron falta apoyos para la conspiración, por lo que se sumó a la causa a esa curiosa alianza, muy reaccionaria, de sojeros y evangélicos. Dos años después, Bolsonaro es el resultado político de aquella ‘santa’ alianza con la salvedad de que, a la burguesía paulista, el genio se le ha salido de la lámpara. 

Si los resultados de la elección del domingo pasado se mapean, se puede constatar que, casi todas las zonas teñidas de bolsonarismo, cultivan soja: desde Mato Grosso a Paraná, pasando por Goiás o Rio Grande do Sul. El Brasil profundo bulle y hoy por hoy necesita de puertos controlados por la burguesía urbana (como el de Santos) para colocar su mercancía en los mercados mundiales. Mañana quizás no (los ojos están puestos en el Amazonas) pero hoy por hoy la entente funciona: a la burguesía le cuesta mucho fidelizar, en un contexto de declive económico, a un proletariado urbano machacado por el desempleo, la precariedad y la violencia y precisamente por eso, prefiere negociar bajo cuerda con un liderazgo carismático ‘de urgencia’ como el de Bolsonaro. El capítulo que viene, una sorda batalla intraoligárquica.

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