Cierta mujer connivente con los reyes machos
Cada 90 minutos, lo que tarda en ver una película, un hombre asesina a una mujer para salvar su honor. Recientemente numerosas jóvenes indias del estado de Kerala denunciaron en facebook la discriminación que prohíbe la entrada al templo de las mujeres con la menstruación. Una mujer se irrita porque su hija de seis años considera que el traje de un tal rey Gaspar es incorrecto. Todos los maltratadores parten de la idea de que la mujer es inferior y es su posesión. Los analistas valoran hasta qué punto merece la pena crear problemas donde no los había: “Es la (sagrada) tradición”. '. Me pregunto si un clérigo soportaría una sola semana sirviendo a una Diosa que le considerara un ser menor, deficiente y dependiente de su inapelable opinión. ¿Aceptaría el hombre la palabra de la sacerdotisa dictándole normas de conducta basadas en la obediencia y la humillación? No es disculpable que el hombre no se alce para revertir el teomachismo que tan difícil le pone la vida a su compañera. Pero, ¿y esa mujer, que sufre las imposiciones, por activa y por pasiva, de un dios masculino, lejano y cruel, que justifica todas las afrentas y los insultos que puedan hacerle? ¿Por qué no se rebela? El arqueólogo francés Jaques Cauvin especula con que la religión nació de la mano de una diosa femenina de la fertilidad hace 10 o 12.000 años en Oriente Próximo. Pero mientras la historia nos aclara sobre la desaparecida diosa Asherah-Astarte-Ishtar, lo sabido es que desde la que Jarpers denominó Era Axial (750-350 a.n.e.) se inauguró una religión dominada por los dioses macho desde la que los profetas y los sacerdotes macho ejercieron una muy eficaz reprogramación de las cuestiones de género. A la mujer no le cupo más remedio que adoptar una posición sumergida, secundaria, difusa; una adaptación que, a base de mantener una connivencia con el sector opresor, le otorgaba mínimas parcelas de poder que finalmente redundaron en una comprensión enfermiza y benevolente con la conducta, hábitos y tradiciones establecidas por sus opresores.
Esta cierta mujer lleva a su hija a la cabalgata de los reyes machos, monta el belén donde nace un niño (macho), organiza la cena de nochebuena y prepara la comida de navidad: es la que empuja, disfruta y soporta física y emocionalmente todos los sacrificios y las tensiones que estos y otros rituales religiosos le exigen. Es la que friega el templo, la que viste al santo, la que borda los estandartes, la que más acude a los oficios y la que enseña a rezar a los hijos y a los nietos. Veo lógico que esta cierta mujer se aproveche de la ritualidad para el beneficio y goce de su perfil hedonista y amante de la belleza. Es allí donde la permiten manejar, humildemente, un diminuto reino dentro del omnipotente reino del dios masculino. Incluso anciana, lava las mantelerías del tabernáculo y le zurce los calzoncillos al cura, no tarda en hacerse la confidente de sus problemas y tesorera también de sus defectos humanos; metida en faena, puede asesorar de pecadillos; si es preciso, encubre al padre, luego se lo cobra, a su modo, le maneja. Como dicen Anderson y Zinsser (Historia de las Mujeres) convencidas a la fuerza de su condición de inferioridad, las mujeres “Incapaces de ver más allá de las actitudes de su cultura, pusieron en práctica las estrategias de quienes se hallaban en posiciones subordinadas: manipular, agradar, soportar, sobrevivir.”
Parece inapropiado que a día de hoy no se hayan pronunciado más claramente las mujeres en este asunto, que acepten ese papel mezquino y connivente con una actitud secular que mina su edificio de dignidad desde los propios orígenes. Les sobran motivos para no atreverse: la obligan a callar, a ocultarse, la mutilan sexualmente, la lapidan, la maltratan, la matan. No solo es que “las religiones no han sabido aprovechar a las mujeres”, como dijo Amelia Sanchís durante un debate sobre 'Religiones y Feminismo' en la Universidad de Córdoba, puede suceder también, como dice la monja brasileña Ivone Gebara, “que las feministas no han trabajado suficientemente las cadenas religiosas de los medios populares, que son cadenas que consuelan y oprimen al mismo tiempo”.
Entretanto no parece soliviantarlas que en la escuela enseñen a sus hijas la trayectoria de sumisión ancestral de la mujer: la impureza nacida de su periódica suciedad, su conformismo, su sensiblería; su sacrificada capacidad para cargar con la cruz, su necesaria identificación con el sufriente para la entrega callada y silenciosa, su culpabilidad; razones todas ellas suficientes, como comprenderán, para subrayar su manifiesta debilidad, física y mental. Bastaría que la cierta mujer cuestionara este estatus y retirase su contribución al aparato ritual para que encontrase de inmediato una mejor disposición negociadora de los machos. Mientras sea ella misma la que refrende los argumentos de sus detractores se verá sometida a la costumbre heredada de despreciar sus propios talentos y prescindir de sus facultades. Mary Daly, en el prefacio de su libro La Iglesia y el segundo sexo fue un poco más allá: “Una mujer que pide la paridad en la Iglesia podría ser comparada a un negro que pide la paridad en el Ku Klux Klan”. No hay que ser muy avispado para entender que lo que aquí se opina vale también para esas otras ciertas mujeres que sostienen el Islam, el Judaísmo o el Hinduismo: hagan sus cálculos, un porcentaje muy alto de la humanidad sigue ligado a un sistema de creencias que axiomáticamente predica mensajes esencialmente androcéntricos sin ninguna razón objetiva que los justifique.
Osad, mujeres, lanzaos, imitad el coraje de tantas, seguid adelante; detenerse es volver atrás. Ayudadnos a los ciertos incompetentes hombres a subvertir el paradigma del teomachismo, deshaced esta trampa ancestral en la que los dioses macho os retienen. Que no os concedan ni capirotes, ni la entrada al templo con la regla, ni medallas de oro a la virginidad, ni la opción de orar en el muro de las lamentaciones. Ni el rosario, ni el AK-47 os librarán de la discriminación. No cedáis a las tristes prebendas de un papel sumergido, aunque os concediesen gratis el primer banco de la sinagoga. No se trata de rogarles para que os dejen entrar en la celda: cambiad el ángulo de enfoque. Conquistad, recuperad lo que es vuestro: la plena dignidad, el (mismo) poder. Este debería ser por fin el Siglo de la Mujer Libre, de la ola femenina que nivele el océano de la humanidad. Sería el acontecimiento más justo, transformador y deseable de cuantos suceden en este trecho de la crispada historia que nos toca vivir.