Coger las riendas, cueste lo que cueste
No me resulta difícil empatizar con los dirigentes políticos que han de tomar decisiones en situaciones complejas. Normalmente, disponen de información parcial y, a veces, contradictoria. Aunque suelen contar con el soporte de especialistas en la materia (normalmente, funcionarios con una dilatada experiencia en la gestión de eventos similares), casi nunca hay nadie capaz de proponer una solución óptima. Frecuentemente, hay que elegir entre respuestas imperfectas, arriesgadas, asumiendo que siempre va a producirse algún perjuicio y tratando de minimizar los daños. Adoptando todas las medidas preventivas posibles, siempre hay algo que sale mal y las convierte en insuficientes. Asumir este tipo de responsabilidades forma parte de las obligaciones de quienes nos gobiernan. Como suele afirmarse, “va incluido en el cargo”.
Sin embargo, no puedo sentir más que perplejidad e irritación cuando ante una evidente concatenación de fallos, con graves e irreparables consecuencias, continúa habiendo resistencias a asumir responsabilidades y continúa pareciendo que no hay nadie al frente. Todos los mensajes que lanzaron los organismos oficiales (como AEMET o la Confederación Hidrográfica del Júcar) y las distintas administraciones (estatal, autonómica y local) fueron hechos públicos, se difundieron velozmente, y han quedado para la historia (por más que alguno haya sido borrado, lo que no ha hecho más que poner en evidencia el error de quien lo emitió). La habitual guerra de fanáticos, tratando de desacreditar a los contrarios, recordando algunos de esos mensajes e ignorando los otros, sólo debería cubrir de vergüenza a quien participa en ella.
Tras la catástrofe natural y sus devastadoras consecuencias, amplificadas por la cadena de fallos en el sistema de prevención, era necesario que la respuesta estuviera a la altura de la inmensidad del drama y del desastre. Pero no lo ha estado, y ello no ha hecho más que acentuar la rabia y la impotencia de la ciudadanía. Muchas personas han tratado de movilizarse para echar una mano, pertrechados de buena voluntad, y poco más… Pero todos estos esfuerzos pueden resultar inútiles si nadie se ocupa de organizar la ayuda y de crear las condiciones para que sea eficaz.
Me imagino que los múltiples frentes en que se debe actuar exigen una capacidad organizativa de la que, probablemente, no se dispone. Y que, en tales circunstancias, es muy difícil fijar prioridades para asignar unos recursos que siempre serán escasos. Pero creo que no soy el único que ha tenido la sensación de que la Administración autonómica, incapaz de utilizar todos los medios a su alcance para mitigar las consecuencias de la catástrofe (la Diputación o la Universitat de València, por ejemplo, sí actuaron a tiempo), entró en shock y quedó paralizada durante muchas horas, limitándose a poco más que hacer un recuento de las víctimas y los daños materiales. Ni siquiera pudo definir las actuaciones más urgentes y solicitar los medios necesarios para acometerlas. Si quien está sobre el terreno no es capaz de establecer dónde hay que actuar y qué medios hacen falta en cada lugar, ¿debemos esperar que lo haga una persona sentada en un despacho de Madrid?
Se ha ido extendiendo la sensación de que no hay nadie al frente. El gobierno valenciano dispone de los instrumentos legales necesarios para ceder las riendas (solicitar la declaración de Estado de alarma o elevar la emergencia al nivel 3), pero parece dispuesto a continuar manteniéndose al mando, a pesar de que no parece capaz de reaccionar con la rapidez, la contundencia y la efectividad que exige la situación. Mientras escribo este texto, estoy comprobando que tampoco ha logrado articular una organización mínimamente eficaz en el centro de voluntarios instalado en la Ciudad de las Artes y las Ciencias, al mando del cual se encuentra, al parecer, toda una vicepresidenta del Consell (muchos están pasando más tiempo en el autobús que ayudando a los damnificados). Los medios llegan a las zonas con cuentagotas, entre acusaciones veladas respecto a si se solicitan pocos desde Valencia o se envían menos de los que se piden desde Madrid. Pero los afectados, después de varios días entre el barro, rodeados de vehículos y enseres amontonados, sin luz ni agua, con dificultades para acceder a alimentos y medicinas, ya están hartos.
No hay excusas. La DANA era inevitable, pero las previsiones, esta vez, fueron, en general, acertadas. Algunos avisos se dieron a tiempo, otros llegaron muy tarde. Nunca sabremos cuántas muertes podrían haberse impedido. Pero, cada día que pasa, estamos comprobando lo importante que es actuar con rapidez y eficacia. La envergadura de la respuesta está quedando muy por debajo de la que exige la magnitud de la tragedia. El gobierno de España debe asumir su responsabilidad y tomar las riendas de la situación, movilizando más recursos y coordinando la actuación de los efectivos europeos (ya sé que una saturación de medios puede ser casi tan perjudicial como su ausencia, pero nada impide que, por ejemplo, se vayan acercando a la zona). Correrá un enorme riesgo político, claro. Pero creo que muchos coincidiremos en que eso es lo de menos. Ha de emplearse a fondo, recurriendo a su mayor capacidad organizativa y logística, y desplegando todos los recursos con que cuenta.
Los loables esfuerzos de muchos particulares no pueden llenar más que una mínima parte del hueco que está dejando la insuficiencia de los medios públicos. Pero si el Estado no es capaz de esta presente y actuar con rapidez y eficacia, se va a acrecentar la crisis de legitimidad de las instituciones. Probablemente, habrá quien esté encantado con ello, pues alimentará el auge del individualismo y el rechazo a lo colectivo. Yo no.
27