Combatir el discurso del odio
Algo que sabemos muy bien quienes tenemos responsabilidades públicas es que, en política, las palabras son algo casi físico, tienen peso. Con las palabras (solidaridad, comunidad, acuerdo) unimos e incluimos, pero también estigmatizamos, dividimos y excluimos (mi raza, mi tierra, mi dinero). Sobre las primeras se ha edificado lo mejor que tenemos, desde la democracia hasta el estado de bienestar y la Unión Europea. Sobre las segundas se han levantado algunos de los momentos más oscuros de la historia de la humanidad y de España.
Quienes trabajamos con palabras sabemos que lo que se dice, también lo que se calla, tiene consecuencias; por eso las medimos y las elegimos cuidadosamente. Cuando un presidente dice que “los inmigrantes traen drogas, son criminales y violadores”, no está solamente falseando la realidad, está provocando acciones. Según datos del FBI, entre 2017 y 2018, los delitos de odio en EEUU crecieron un 17%; en Gran Bretaña, crecieron un 27% en los meses posteriores al referéndum sobre el brexit.
Las palabras unen y construyen (“no solo coaligamos Estados, unimos personas”, decía Jean Monnet de la UE) pero también separan y destruyen. Las mentiras de Farage y sus socios en aquel referéndum, no han hecho de Reino Unido un país más fuerte sino más pobre, más dividido, con menos peso internacional y que se encamina a su tercer Gobierno en tres años.
Durante décadas, España ha sido un país impermeable ante ese tipo de mensajes de confrontación y odio. Quizás porque llegamos tarde a la democracia, nos abrazamos a ella orgullosos y quisimos asegurar la máxima libertad para todas y todos. Sentimos ese orgullo de país cuando nos pusimos a la cabeza del mundo en el reconocimiento de los derechos a las personas LGTBI. Sentimos que hacíamos lo justo cuando aprobamos la ley integral contra la violencia de género y mostramos cuáles eran los valores que nos unen cuando firmamos el Pacto de Estado Contra la Violencia de Género. Sin embargo, el discurso de odio, de la exclusión y de la intolerancia ha empezado a abrirse paso entre nosotros.
Proponer que el colectivo LGTBI se oculte en parques retirados, porque “tenemos que poder salir de casa con nuestros niños y no ver determinados espectáculos”. Dejar caer que la lucha por la igualdad responde al proyecto de “feminazis” imponiendo lo que llaman “ideología de género”. Descalificar a quienes combaten el terror de la violencia machista y a las organizaciones que protegen a las víctimas como “chiringuitos”. Negar que existe una violencia dirigida específicamente contra las mujeres por el hecho de serlo y devolver esa dolorosa realidad a la oscuridad “intrafamiliar”, son expresiones que hace apenas un año costaría escuchar públicamente en España y que, cuando proceden de políticos, tienen graves consecuencias.
Los primeros responsables son, por supuesto, quienes difunden esos mensajes de exclusión y odio, pero también se hace responsable quien, ante esos mensajes, calla, tolera, consiente y pacta. Partidos como el PP y C’s no pueden eludir su responsabilidad al dar carta de naturaleza y normalizar ese discurso de odio que pretende instalarse y extenderse entre nosotros, aun menos plasmarlo en acuerdos. Extraño patriotismo el de quienes pretenden proteger su parcela de poder pisoteando los derechos de sus compatriotas.
En la política, como en la vida, hay que saber qué puentes se deben cruzar y qué puentes se deben quemar y ante quienes falsean la realidad para acomodarla a sus intereses conviene recordar algunas verdades. No se defiende la democracia mientras se traicionan, con cada pacto un poco más, sus valores. No se protege a los ciudadanos mientras se sacrifican sus derechos más elementales. No profundiza sino que ataca la libertad quien normaliza ese discurso de odio con silencios cómplices y acuerdos tan oscuros como vergonzosos.
Víctor Klemperer, en los diarios que escribió mientras sufría persecución y que acabarían convirtiéndose en su estudio sobre la lengua del totalitarismo, decía que la influencia más poderosa sobre las personas se ejerce a través de palabras y frases sencillas, que se dicen una vez y luego otra y otra hasta que son asumidas como normales. Se ha dicho hasta la saciedad, y probablemente sea cierto, que estos tiempos no son comparables a los años treinta, que no corremos los mismos peligros, que aquella época pasó y que hoy no podría ocurrir lo mismo. Pero eso sólo indica que la intolerancia, el pensamiento reaccionario y el extremismo buscan nuevas formas, más ajustadas a nuestro tiempo, para extenderse por todo occidente. En cualquier caso, la advertencia de Klemperer permanece: no podemos ceder un solo centímetro, no debemos aceptar ni una sola de sus palabras. Ante el discurso de odio, la democracia ni cede ni pacta, se une y planta cara.