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Desobediencia civil y el 1-O

Los 'Jordis' en una imagen de archivo

Víctor Sampedro

Catedrático de Opinión Pública y Comunicación Política en la Universidad Rey Juan Carlos —

Dos millones de desobedientes civiles acudieron al referéndum del 1 de octubre en Cataluña; incluidos los casi 200.000 votantes del NO, los 50.000 en blanco y los 20.000 nulos. Las cifras han sido redondeadas sin favorecer ninguna opción. Lo importante en democracia no es el porcentaje, sino lo que los votos expresan. Y el significado de haber ido a votar el 1-O, cualquiera que fuese la papeleta, resulta inequívoco.

Casi la mitad del censo electoral catalán desobedeció a las instancias máximas del Estado Español: pusieron urnas, papeletas y cuerpos para hacerse oír. Rebasaron a las fuerzas de orden público, desafiando el miedo a los tribunales y a los antidisturbios. Lo hicieron de forma pacífica, pública y manifiesta, sin máscaras. Aguantaron las porras y no huyeron de los tribunales. Hablamos de los votantes insumisos, no de quienes se arrogan representarles. Y decimos se lo arrogan, porque la desobediencia civil la practican los gobernados y no los gobernantes, estos últimos hacen y reforman leyes: tiempo han tenido (y tienen) de aprobar un marco legal que además sean considerado legítimo y justo por la ciudadanía.

La asunción de la desobediencia civil por parte de los políticos profesionales procesados por el procés es un oxímoron, algo imposible en los términos que se formula. Pero, además, en el caso catalán niega la realidad: casi todos los procesados que ocupaban un cargo han declarado que no tenían intención firme ni plan establecido para declarar la independencia. Invocar la desobediencia civil desde un puesto institucional es un intento de arrogarse (otra vez) la voz de la ciudadanía, más golpeada y en algunos casos procesada como quienes se sientan en el banquillo o esperan hacerlo.

¿Qué decir y hacer en este contexto? El ritmo y calado de los acontecimientos impide establecer conexiones históricas. Indispensables para posicionarse con perspectiva. El maniqueísmo y el sectarismo campan en los medios que construyen dos realities enfrentados que se proyectan desde MAD-ESP y BCN-CAT. Mantienen y rentabilizan una tensión que solo genera más de lo mismo: líderes celebrities (solo gesticulan, hacen gestos) y fans en las redes. Los primeros manufacturan mentiras o propaganda, que viene a ser lo mismo. Y los segundos la repiten en sus cámaras de eco digitales, para autoconsumo y escarnio del adversario.

Pero si todo era/es mentira y pura puesta en escena, ¿por qué encerrar a la gente en prisión? Si desde el arranque del procés MAD-ESP hubiera abordado el 1-O como un gesto sin demasiada trascendencia, algo a lo que (vista su magnitud) luego habría que encontrarle algún encaje político, la situación sería otra. Desde luego, no tendríamos por delante una campaña electoral agónica, centrada en el tema catalán pero sin el protagonismo que la sociedad civil catalana se merece. Y tampoco la española.

Si se cumplen los peores augurios electorales para el 28 de abril, el Aznarato de José María y la FAES, con su triple oferta electoral, se convertirá en el Triunvirato de Casado. Y las mordazas de ahora serán bozales. Recuerden cuando entre 2000-4 se consideraba no ya una traición negociar o pedir la negociación con ETA . “Terrorismo” era también no condenarla como una rendición palmaria y cobarde.

En lugar de obsesionarse con las “fake news” de Vox, repasen la peor mentira falsa y la más larga de nuestra historia reciente: la teoría de la conspiración del 11M. En ella participaron todos los que se hicieron la foto de Colón en medio de codazos. Tras las próximas elecciones generales, ganen o pierdan (y será por muy poco), seguirán en la misma línea. Intentarán marcar la línea, la agenda, desde el Gobierno o la oposición, desde las instituciones o desde la calle. Peones negros tienen de sobra y además controlan el tablero del ajedrez.

Quizás haya llegado el momento de retomar la voz o asumir que renunciamos a ella. La desobediencia civil de la mitad del censo electoral catalán y el deseo de votar de tres cuartas partes del mismo (sin porras ni cárcel, claro) son las únicas verdades que nos quedan. No las percibimos, porque hemos olvidado nuestras victorias. Y no sabemos ligar nuestras vidas privadas a una esfera pública colonizada por mercaderes de clicks y votos.

Comparto una escena del 1 de octubre en un colegio “electoral” próximo a la Sagrada Familia. Un profesor universitario y un diputado de los Comunes hacen cola para “votar”. Se conocen de cuando fueron insumisos a la mili. Sonríen, ninguno se declara independentista catalán. Pero están felices, comentan: “qué alegría haberle partido el espinazo al ejército franquista y ahora al Estado que lo parió”. Creen en la desobediencia civil, no celebraron la victoria del sí. Según ellos, lo importante era responder al “A por ellos” (de Piolín) con el “A por ellas” (las urnas). Por principios democráticos y punto. Y porque cuando un cuerpo vota, ese sufragio no se puede ignorar ni manipular.

Los votos insumisos del 1-O no fueron la expresión de un pueblo racializado o de un territorio abanderado con hambre de más súbditos y territorio. Los sufragios del 1-O, cualquiera que fuese su signo, no expresan esencias patrias. Son el resultado del aprendizaje histórico de la ciudadanía y del tejido social catalán: capaces de plantar cara al poder y hablarle sin miedo a que se la partan. “No tinc por”. Decirle esto al yihadismo, tras el atentado de Las Ramblas, presupone mucho coraje. Y el coraje es contagioso.

Insumisión y auto-inculpaciones

La cuestión no es si el 1-O hubo muchos o suficientes votos (está claro que no) para reconocer la independencia de Cataluña. La realidad es que fueron muchísimos y no tienen miedo. Lo peor que hicimos a partir del 2-O fue ponernos a pelear por los resultados de un referéndum de independencia que nunca tuvo lugar. Esto implicó darle voz a quien (con contadas excepciones) se la quitaba a la ciudadanía catalana: unos con mordazas y otros con traducciones (traiciones) ininteligibles de anteriores promesas y proclamas. Quizás sea hora de recobrar la voz y la dignidad de las calles. Y la memoria.

8 de febrero de 2019, Jordi Cuixart escribe desde la cárcel de Soto del Real una misiva a Pepe Beunza, el primer insumiso español en 1971. ¿Qué año? Sí, antes de la muerte de Franco el antimilitarismo ya le hacía pupa entre sus filas. Jordi Cuixart escribe palabras semejantes a las de Beunza frente al tribunal militar: “hemos perdido el miedo y no puede haber ninguna sentencia que nos haga renunciar al ejercicio de la desobediencia civil para hacer efectivos los derechos que pisotean las leyes injustas.”

Según un informe de la Guardia Civil y en manos del juez Llarena, Beunza forma parte (con gentes de la calaña de Marina Garcés, Rubén Wagensberg o Antonio Baños) de la “cúpula” de los Comités de Defensa de la República (CDR). A pesar de recurrir a estrategias no violentas, varios miembros han sido acusados de delitos de terrorismo y rebelión. Igual que los insumisos, relacionados sistemáticamente con ETA y la kale borroka. Pepe Beunza se auto-inculpó en solidaridad con los Jordis, junto con otros 28 individuos en Madrid, incluido el que escribe. Un gesto así no es propio de quienes se ponen pasamontañas para no dar la cara.

En febrero de 1989 arrancó la insumisión antimilitarista en España. Sí, han pasado 30 años de aquella excepcionalidad histórica. Se trata del único movimiento de desobediencia civil que acabó con el ejército de recluta obligatoria en tiempos de paz. Dejamos claro que no estábamos dispuestos a socializarnos durante un año en los valores castrenses. Rematamos con el servicio militar en 12 años. La mili fue derribada por jóvenes que arriesgaron penas de cárcel, inhabilitación para cargos y funciones públicas, prohibición del carnet de conducir y pasaporte. En 2002 el Gobierno de Aznar concedió la amnistía a los cerca de 4000 insumisos que aún estaban procesados y comenzó el Ejército profesional. Tiene cierta gracia que la expresión más desacomplejada del nacionalismo español hasta aquel momento renunciase a socializar a los varones en los colores y valores de la bandera. No le dimos otra opción. Y eso que derribar la mili parecía entonces más difícil que convocar ahora un referéndum sobre la independencia o el encaje de Cataluña en España.

El éxito de la insumisión se debió a una explosión desobediente, en palabras y actos. El mensaje anti-mili no quedó recluido en los tribunales y las cárceles. Con cada insumiso se auto-inculpaban otras personas, pidiéndole al juez que les impusiese igual condena. Argumentaban haberles persuadido y ayudado a tomar aquella decisión. Afirmaban que habrían actuado de igual forma de haber estado en su lugar. Y juraron que estarían dispuestos a hacerlo de nuevo. No siempre era admitida a trámite, pero la auto-inculpación de allegados y figuras públicas le permitían a la desobediencia civil mostrar su potencia. Y su radical diferencia con el terrorismo.

ETA llamaba entonces a “socializar el dolor de los nuestros en el tejido social”. Es decir, aplicar la tortura del acoso, el chantaje y el asesinato a guardias civiles, policías y políticos “colonialistas” . Una espiral enloquecida de violencia y sinrazón. La que la desobediencia civil no violenta ha pretendido siempre parar. Y esto no para, dice KaseO, porque nadie lo para.

La insumisión socializaba la autodeterminación individual y la alegría de no reconocerse súbdito ni conscripto. Grupos muy dispares participaron en la estrategia, desde argumentaciones y estéticas diferentes y opuestas. La estrategia triunfó cuando la insumisión y las auto-inculpaciones se socializaron transversalmente, rebasando los foros estancos, los personalismos y liderazgos. La clave fue que ningún insumiso, ni ningún grupo de apoyo, se arrogó más representatividad o legitimidad. Justo lo contrario de lo que viene ocurriendo entre políticos y ciudadanos desde el 1-O.

Una campaña de auto-inculpación ciudadana representa un instrumento de participación democrática y expresión pública insobornable. Recapitulando: se trata de que individual o colectivamente nos auto-denunciemos de los mismos delitos que quienes están procesados y con quien(es) nos sintamos más identificados y sin dictar directrices desde arriba. Esto amplía la base social de respuesta a la represión e impide rentabilizarla espúreamente. Y, no menos importante, rompe las barreras de realidad que las pantallas de los realities han construido entre MAD-ESP y BCN-CAT.

A menos de 8 años del 15M ya no queda representación electoral alguna de dicha movilización. Nadie puede arrogarse su portavocía. Los partidos clásicos desoyeron y los nuevos instrumentalizaron las plazas. Unos dilapidaron en tiempo récord la energía social y la alegría colectiva que brotó de ellas. Otros las transforman ahora en prepotencia y miedo. Es hora de decir de nuevo, como en 1989, 2011 y 2017: “No tenemos miedo”, “No tinc por”.

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