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Evaluar la gestión sanitaria española de la pandemia: seguir a Suecia pero también a Canadá

Reunión del Consejo Interterritorial de Sanidad.
20 de octubre de 2020 06:30 h

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A mediados de agosto, España ocupaba el segundo lugar entre los países europeos con un número más alto de casos confirmados de infección por COVID-19 en Europa (343.000, sólo por detrás de Rusia), una cifra que suponía el 10% del total de aquellos. En términos de mortalidad, con 28.715 muertes por esa causa, en aquellas fechas ocupaba el cuarto lugar en Europa, por detrás del Reino Unido, Italia y Francia.

En contraste con esa situación de agosto, a mediados de junio, conforme a los datos del Centro Europeo de Enfermedades Infecciosas (ECDC), España, que había tenido una evolución similar a la del resto de los países europeos durante la primera ola de la pandemia, mostraba una incidencia de casos nuevos similar a la de esos países, por debajo de 10 nuevos casos diarios por millón de habitantes. Esa situación cambió a partir de los primeros días de julio, cuando el número de casos nuevos se disparó en España y empezó a crecer rápidamente, diferenciándose cada vez más del resto de los países europeos citados, en los que el número diario de nuevos contagios confirmados se mantuvo o siguió creciendo muy lentamente.

Siguiendo esa evolución, a primeros de agosto la cifra de nuevos casos en España superaba ya los 50 diarios por millón de habitantes, y a mediados alcanzaba los 80, mientras se mantenía alrededor de 10 en los otros. Esa tendencia ha seguido hasta ahora, llevando a España a cifras muy elevadas respecto a los restantes países europeos, tanto en incidencia de nuevos casos como en mortalidad, incluso a pesar del aumento de casos que se está produciendo en la mayoría de aquéllos en las últimas semanas.

Dado que los servicios sanitarios españoles han sido considerados en diferentes valoraciones entre los mejores del mundo, muchos se han preguntado qué se ha hecho mal aquí para que, en contraste con esas valoraciones previas, nuestra respuesta a la pandemia esté produciendo unos resultados tan malos como los que arrojan las cifras citadas.

Una primera respuesta a esa cuestión se pudo haber producido en la Comisión Parlamentaría de Reconstrucción Económica y Social que se constituyó en el Congreso, que contó con un grupo de trabajo específico de Sanidad y Salud Pública, ante el que comparecieron más de 40 expertos propuestos por diferentes partidos políticos, y a la que realizaron aportaciones más de 250 particulares y entidades y asociaciones del ámbito sanitario. 

Que ese grupo de trabajo desarrollase su labor durante el mes de junio, con un tiempo tasado de un mes, hizo, sin embargo, que sus valoraciones sólo tuviesen en cuenta la situación y las respuestas a la pandemia durante la primera ola, en la que, como se ha indicado, tanto los resultados obtenidos, como las medidas adoptadas para afrontarla (restricciones completas o parciales a la movilidad; uso de mascarillas; medidas higiénicas; detección precoz de nuevos contagios y rastreo de los contactos confirmados) no se diferenciaron de manera significativa de los de otros países.  

El informe que emitió finalmente ese Grupo de Trabajo careció, en consecuencia, de especificidad, tanto en la referencia a las causas de la evolución de la pandemia en España, como en la formulación de propuestas precisas para mejorar la capacidad de respuesta ante una previsible segunda fase. Y dejó de lado el análisis y las propuestas para resolver algunos problemas estructurales que se habían hecho evidentes durante la primera; en particular, los déficits observados en los sistemas de información, tanto epidemiológica como asistencial. Esos déficits están en la raíz de los problemas de información sobre la evolución de la epidemia que todavía se observan a día de hoy, y tienen especial relación con el funcionamiento de un sistema tan descentralizado como es el español.

Por el contrario, la evaluación por la Comisión de factores causales de la evolución de la pandemia en España concluyó con una referencia genérica a factores como la falta de preparación para una epidemia como la que estamos viviendo; el retraso en la adopción de medidas para afrontarla; el alto nivel de movilidad de la población; las carencias del asesoramiento científico; el envejecimiento de la población; las desigualdades económicas y sociales; y la existencia de grupos especialmente vulnerables, sobre todo la población anciana ingresada en residencias. Todos ellos son comunes a muchos de los países que luego han logrado moderar la evolución de la epidemia al menos al inicio de la segunda fase.

A mediados del mes de agosto una carta publicada en la revista The Lancet por 20 destacados epidemiólogos y profesionales y gestores sanitarios inauguró una segunda etapa en la demanda de respuesta a las razones que pueden explicar la negativa evolución diferencial de la pandemia durante esa segunda fase, que en España se ha caracterizado sobre todo por la intensidad y el adelanto con el que se ha producido en relación con otros países. En esa carta, que tuvo amplia repercusión en los medios de comunicación generales españoles, los firmantes proponían la realización de una evaluación de las actuaciones llevadas a cabo durante la pandemia por todas las administraciones sanitarias, semejante a la que en aquel momento se había comenzado ya a desarrollar en Suecia, conforme a un modelo que se ha extendido ya ahora a otros países, como el Reino Unido, o incluso a la propia Organización Mundial de la Salud. En una carta posterior publicada en la misma revista en fecha más reciente los mismos firmantes, que han sido recibidos ya por el propio Ministro de Sanidad, han precisado más su opinión respecto a la forma y el momento en que debería constituirse una comisión formada por expertos independientes, con arreglo a esos modelos externos.     

 En fecha aún más reciente, un manifiesto dirigido al presidente del Gobierno y a los de las 17 CCAA publicado en numerosos medios escritos (En la salud ustedes mandan, pero no saben), firmado por más de medio centenar de sociedades científicas del ámbito sanitario, reclamó que la solución de los problemas que está planteando la epidemia en España se confíe a expertos científicos y técnicos, y que se haga efectiva mediante “un protocolo nacional que, sin perjuicio de actuaciones territoriales diferenciadas, establezca criterios comunes de base exclusivamente científica, sin la menor interferencia ni presión política”. Un llamamiento que ha sido contestado desde otros ámbitos científicos distintos al sanitario.

Por nuestra parte apoyamos de manera inequívoca la evaluación de políticas públicas, pero nos preocupa que la valoración de la evolución de la pandemia en España haya derivado hacia un conjunto de prescripciones genéricas que no abordan el principal problema que, en nuestra opinión, se encuentra en el centro de la cuestión: la falta de coordinación entre los diferentes niveles de gobierno, el central y los autonómicos, en la aplicación de las políticas públicas sanitarias. 

España tiene dividido el gobierno sanitario entre 17 Comunidades Autónomas, cada una de las cuales lo tiene asumido como si no existiera otra competencia que la propia. La competencia de coordinación del Gobierno central se ha diluido en la práctica hasta desaparecer como si no existiera, lo que no se corresponde siquiera con la distribución constitucional de competencias. Esa situación se diferencia netamente de la de otros países de naturaleza federal, como Canadá, donde el ejercicio del derecho individual a la protección sanitaria lo garantiza el Gobierno central, y esa competencia sanitaria central se comparte con la de la gestión de los servicios por los niveles regionales de gobierno (que allí se llaman provincias). 

En el caso de una pandemia, el tempo, la coordinación y la credibilidad de las políticas que se adoptan es crucial para que las conductas individuales y colectivas logren detener la difusión de la enfermedad. Excluir las políticas sanitarias de una competición política que busque ante todo reforzar la independencia del poder y la financiación regional (en nuestro caso el autonómico), ha sido una de las claves del relativo control de la pandemia logrado en países como Canadá, y su carencia puede también explicar los preocupantes resultados de descontrol de la pandemia en España.

En ese sentido queremos resaltar que las medidas adoptadas durante la primera fase de la pandemia, que lograron reducir su incidencia a niveles de control de la misma, lo fueron mientras el Gobierno central, tras la declaración del estado de alarma, tomó el pleno control de las decisiones sanitarias. Mientras que, por el contrario, la evolución divergente de la pandemia respecto a la de otros países europeos descrita al principio tuvo lugar a partir de los primeros días de julio, 15 días después de la supresión del estado de alarma (un plazo equivalente al del período de incubación de la COVID-19), tras no obtener el apoyo parlamentario para su prórroga el 21 de junio. Esa supresión supuso la recuperación de la capacidad de adoptar las decisiones para controlar la pandemia por parte de las CCAA, sin que se recuperasen o creasen a la vez los mecanismos de coordinación adecuados entre ellas y con el Gobierno central.

Esa falta de mecanismos de coordinación deriva de la forma en que se traspasó el ejercicio de las competencias sanitarias a las CCAA. La sanidad supone el 15% del gasto público global, y entre el 35 y el 40% del presupuesto y el gasto de todas las CCAA. Como consecuencia, ese traspaso se convirtió en una demanda principal de éstas, de la que formó parte importante que el uso de esos recursos no resultase condicionado por objetivos y mecanismos de coordinación concretos. Eso explica, al menos parcialmente, que durante la pandemia actual los gobiernos autonómicos tratasen de mantener su capacidad de decisión sin someterse a ningún control, ni priorizar especialmente como objetivo el establecimiento de mecanismos de coordinación adecuados, dado que su preocupación principal es su propio electorado, y no los problemas de salud del conjunto de la población española.

Durante esta segunda fase de la pandemia ha habido algunas actuaciones que han generado una cierta esperanza de que la severa situación de riesgo sanitario al que está sometido el conjunto de la población española podía cambiar algo las cosas. Un ejemplo de ello es el Plan de Respuesta Temprana en un escenario de control de la pandemia por COVID-19, que adoptaron por acuerdo unánime el Ministerio de Sanidad y la totalidad de las CCAA el 13 de Agosto, en el que se contenían una serie de medidas sanitarias de emergencia a adoptar por cada uno de los gobiernos autonómicos para evitar el descontrol de la pandemia. Que el acuerdo se alcanzase cuando ésta estaba ya descontrolada en muchos territorios, que las medidas incluidas fuesen limitadas, y que para su adopción no se estableciesen referencias concretas de niveles de riesgo mediante indicadores específicos para adoptar las medidas correspondientes en cada caso, no impide considerar el valor de esos acuerdos que, a grandes rasgos, fueron seguidos por las CCAA hasta la ruptura flagrante de los mismos en las últimas semanas por la Comunidad de Madrid.

Pero no se puede tampoco olvidar que el logro de esos acuerdos fue sólo secundario a la dotación de un Fondo específico COVID-19, dotado de 9.000 millones de euros no reembolsables a repartir entre las CCAA, cuya utilización, según la propia norma que lo creó, quedó bajo la responsabilidad exclusiva de las CCAA sin ningún control por parte del Estado. A día de hoy se dispone de informaciones suficientes de que la distribución de esos fondos a fines no sanitarios, o sanitarios no prioritarios para afrontar la pandemia, por parte de diferentes CCAA, en especial la de Madrid, provocó deficiencias notables en la adopción de las medidas prioritarias (refuerzo de la atención primaria y de los servicios de salud pública, para la detección de nuevos casos y el seguimiento de los contactos) para evitar  el descontrol de la misma.

De la misma manera, propuestas como la creación de una nueva  Agencia Nacional de Salud Pública con la finalidad de coordinar las políticas de salud en todo el territorio nacional carecen de respaldo legal adecuado en la situación actual del ejercicio de las competencias sanitarias sin una profunda modificación normativa y organizativa de los servicios sanitarios  (posible sin hacer cambios en la distribución constitucional de las competencias sanitarias), que permita al Gobierno central desarrollar la coordinación efectiva de los servicios autonómicos  y condicionar el  destino de, al menos una parte, de la financiación regional a fines sanitarios específicos.

En la situación normativa y organizativa actual de los servicios sanitarios, y mientras se mantengan las condiciones de financiación incondicionada por completo, y absoluta capacidad de decisión por parte de las CCAA en las materias sanitarias, no existen ninguna clase de incentivos para alcanzar objetivos y adoptar medidas comunes por los servicios autonómicos, ni siquiera en situaciones excepcionales como la pandemia actual.  

Por eso, a la vez que apoyamos una evaluación independiente y completa de las políticas desarrolladas por todas las administraciones durante la pandemia, creemos que esa evaluación debe hacer especial énfasis en la valoración de los mecanismos de coordinación entre los diferentes niveles de gobierno sanitario que existen y se han aplicado durante la misma, y  en la forma en que se deben reforzar esos mecanismos para evitar los problemas de esa naturaleza que se han puesto en evidencia  durante ella, que, ante nuevas situaciones similares que se puedan plantear en el futuro, no se pueden repetir.

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