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La “extirpación metódica” del enemigo y los expolios culturales nazi y franquista

Foto difundida por EFE en 1940 de la entrevista de Franco y Hitler en Hendaya.
14 de enero de 2023 21:47 h

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“Arrancar de cuajo o de raíz”. Este es el significado que la RAE atribuye a la palabra extirpar en su primera acepción. Algo más brutal es la segunda: “Acabar del todo con algo, hasta que deje de existir”. Arrancar, acabar con algo hasta que deje de existir. No es casual que mediado el siglo XX este verbo o sus sinónimos apareciesen con frecuencia en prensa, panfletos u otros textos para describir qué estaba ocurriendo, o qué se deseaba que ocurriera, en la Europa totalitaria.

Manuel Chaves Nogales, por ejemplo, en una crónica escrita desde Alemania en 1933 consignó que el Tercer Reich perseguía la “extirpación metódica de los judíos”. Cinco años después, en el San Sebastián ocupado por los franquistas durante la Guerra Civil, Enrique Suñer escribió que urgía “una extirpación a fondo de nuestros enemigos”, afirmación relevante, pues en 1939 Suñer presidiría el Tribunal de Responsabilidades Políticas. Por supuesto, el modo en que se aplicó el verbo extirpar difirió en ambos casos, pero la intencionalidad era la misma: purgar el cuerpo nacional de elementos señalados como impuros, dañinos o peligrosos. 

Los expolios de bienes culturales llevados a cabo por la Alemania nazi y la España franquista difieren mucho, muchísimo. El componente racial del primero y su nexo con el Holocausto y las políticas de exterminio masivo ya bastarían para desaconsejar cualquier intento de comparación. También es distinta la escala, tanto en la extensión del territorio abarcado como en el volumen de obras de arte en movimiento, que se puede contar en centenares de miles en el primer caso y es muy inferior en España. Además, el saqueo llevado a cabo por el Tercer Reich fue mucho más metódico y sistemático que el franquista. 

Son tantas las divergencias que cualquier comparación formal entre estas dos campañas de pillaje o sus consecuencias últimas resulta fútil e improcedente. Pero sí cabe hallar un elemento común que no es menor: su entronque con la voluntad totalitaria de refundar radicalmente las sociedades española y alemana o europea conforme se expandió el Tercer Reich; el deseo de construir comunidades políticas homogéneas, expurgando del cuerpo social a los señalados como enemigos o disidentes.

Una parte destacable del saqueo de bienes culturales perpetrado por los nazis entronca con la voluntad de erradicar de Europa a los considerados como enemigos, y singularmente a los judíos. El Tercer Reich expurgó de la sociedad alemana a los ciudadanos de origen judío a través de un conjunto de leyes desplegadas entre 1933 y 1939. Lo mismo ocurrió en los territorios europeos que dominó a partir de 1938. Las medidas dirigidas a «arrancar de cuajo» a los judíos del cuerpo social precedieron a su exterminio, que fue sistemático a partir de 1941. 

Toda esta larga persecución vino acompañada del saqueo de sus propiedades: desde la ropa interior hasta las viviendas; de las vajillas o los juguetes a las bombillas, los coches o la ropa de cama. Las obras de arte y otros bienes culturales constituyen solo una parte de este programa de desposesión total, absoluta.

Esta voluntad de extirpar resultó asimismo patente en la campaña imperial del Tercer Reich en Europa del Este. En la cosmovisión nacionalsocialista, el Este era la tierra prometida para el imperio alemán y sus habitantes serían desplazados a la fuerza hacia Siberia o constituirían la futura mano de obra semiesclavizada. 

Mas para someter a los pueblos eslavos, los nazis debían acabar con cualquier símbolo que expresara su identidad. De ahí que, al tiempo que exterminaban a los judíos y masacraban cualquier forma de resistencia en su avance por Europa oriental, los invasores destruyeran aquellas creaciones culturales que encarnaban la conciencia nacional checa, polaca, rusa o, en general, la identidad eslava: museos, bibliotecas, estatuas, edificios conmemorativos, libros, partituras…

También diezmaron a los artistas, científicos e intelectuales en todo el territorio ocupado. Las culturas eslavas fueron proscritas, extirpadas, de las zonas incorporadas al Reich. Y de nuevo el pillaje acompañó a este brutal proceso de cirugía social, pues los nazis saquearon a su paso cuantos bienes artísticos y culturales quisieron. 

Volvamos a España y a Enrique Suñer. El Tribunal de Responsabilidades Políticas que presidió desde 1939 era parte de un vasto aparato represivo que encarnaba su deseo de “extirpar a fondo” de la comunidad nacional a los enemigos de la España franquista, de “arrancar de cuajo” todo aquello que tuviera algún vínculo, aún leve, con las culturas políticas que florecieron durante la Segunda República: desde las que insuflaban los principios del liberalismo democrático hasta las que alentaban las distintas corrientes del movimiento obrero, pasando por las que sustentaban a los nacionalismos que competían con el español. 

Este programa de erradicación total, absoluta, convergía con el totalitarismo fascista de nuevo cuño forjado en la Europa de entreguerras, pero al tiempo hundía sus raíces en el totalitarismo nacionalcatólico, en la reacción visceral de la Iglesia contra las desviaciones del mundo moderno, en la voluntad presente en el Syllabus de combatir “el funestísimo error del socialismo y el comunismo” y no reconciliarse jamás “con el progreso, con el liberalismo y con la moderna civilización”.

Durante la guerra civil y la durísima posguerra, la dictadura franquista privó de libertad, torturó, asesinó o forzó a partir hacia el exilio a quienes habían participado de las culturas políticas proscritas, y estigmatizó y amedrentó a los supervivientes para que no cayeran de nuevo en el error de proclamar sus ideas. 

La dictadura castigó con graves penas económicas a quienes integraban las comunidades políticas extirpadas del cuerpo social. En algunos casos, incautó sus pertenencias sin que mediara una norma escrita; en otras, a través de órdenes o decretos, como los que confiscaron las propiedades de partidos y organizaciones proscritos. La Ley de Responsabilidades Políticas, de 1939, o la Ley de Represión de la Masonería y el Comunismo, de 1940, también impusieron duras multas y dispusieron la requisa de bienes, cuya condición o valor variaba en función de la responsabilidad imputada: desde propiedades rústicas e inmuebles hasta enseres domésticos, vestidos o animales de carga. 

Es en este contexto en el que tuvo lugar el expolio cultural: la incautación de estos patrimonios conllevó la requisa de obras de arte, bibliotecas u otros bienes culturales en un volumen que aún no conocemos en su totalidad, ya pertenecieran a políticos, empresarios, militares, intelectuales o ciudadanos de muy diversas profesiones, o a organizaciones y asociaciones de diversa índole.

Conviene insistir de nuevo en que es necesaria toda cautela a la hora de comparar los expolios culturales nazi y franquista: la escala, la intensidad, los procedimientos, la diversidad de objetivos perseguidos y el alcance último difieren exponencialmente. Pero ambos compartieron su entronque con las políticas totalitarias dirigidas a refundar la sociedad, a purgar de cuerpos extraños a las comunidades nacionales, o imperiales; a extirpar “a fondo” o de forma “sistemática” a quienes fueron marcados como enemigos. 

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