Contra todo pronóstico, Donald Trump será el próximo presidente de los EEUU. Es difícil medir el verdadero alcance de este hecho para la historia del país y del mundo y, sin embargo, su victoria sobre Hillary Clinton estará marcada por una mínima diferencia de votos. Cuando escribo estas líneas, el escrutinio aún no definitivo coloca incluso a la candidata demócrata por delante del republicano en el cómputo total. El sistema electoral estadounidense permite esta aparente incongruencia democrática, y un estrecho margen de victoria repetido en varios de los estados clave en juego –swing states– ha terminado por decantar la mayoría necesaria en favor del histriónico republicano.
Correrán ríos de tinta para explicar lo que hace sólo unos meses parecía una broma pesada y hoy es ya Historia. Una de las claves para entender lo ocurrido se encuentra probablemente en el Midwest más industrial (estados como Pensilvania, Ohio, Iowa, Wisconsin...), donde el voto de las clases trabajadoras ha cambiado del azul demócrata al rojo republicano. Han sido precisamente los trabajadores más vulnerables quienes han roto el empate técnico nacional y han concedido finalmente el Gobierno del país a quien representa su antítesis social: un empresario multimillonario de mínima sensibilidad social.
La victoria de Trump es la victoria de un populismo que, no sólo en EEUU sino también en Europa, conecta con los perjudicados por la crisis económica y por una globalización mal gobernada. Esta situación está produciendo niveles alarmantes de desafección hacia la política cuyas consecuencias nos son familiares. Lo ocurrido en EEUU guarda un preocupante paralelismo con el Brexit del Reino Unido.
Sin embargo, el resultado electoral favorable a Trump se explica más allá del problema de la desigualdad social o del rechazo al establishment político. Trump representa la reacción a ocho años de Gobierno progresista y aperturista de Obama. El proyecto político de Trump –de existir– significará una contrarreforma del legado del primer presidente negro de los EEUU. La cuestión racial es central en el debate norteamericano y el candidato republicano ha sabido utilizarlo a su favor con un discurso ultranacionalista y xenófobo.
Por otro lado, el efecto del infame techo de cristal –que ha resultado ser más bien de cemento armado– ha perjudicado de manera evidente a Hillary Clinton. A ello hay que añadir que la candidata demócrata no ha conseguido convencer y movilizar al conjunto de su partido y de su electorado, más dividido de lo previsto.
Trump y su victoria son, sin duda, una mala noticia para Europa y para el mundo. Su apuesta durante la campaña ha sido el nacionalismo proteccionista, el desprecio a los mecanismos multilaterales, el insulto a las mujeres y las minorías, y su aplauso al Brexit.
Puede que este aldabonazo populista en el corazón del sistema democrático genere un efecto dominó en todo Occidente. Pero también puede ser que Europa, encajonada ahora entre la amenaza real de la Rusia de Putin y lo que representa hoy Trump, decida reaccionar y se levante con fuerza en defensa del que siempre fue su proyecto: la libertad, la igualdad y los derechos humanos.
Es ineludible cambiar las decisiones que tanto daño están causando a las clases medias y trabajadoras, y abandonar la hoja de cálculo del equilibrio presupuestario para acercarnos a la realidad vital de una generación entera que se queda sin esperanza.
La gran recesión de 2008 se ha llevado por delante el bienestar de millones de ciudadanos y a punto está de romper las costuras de la democracia representativa, que es lo mismo que quebrar la confianza de la gente en la política. Esa es la razón por la que puede triunfar el modelo del “todo menos la política” cuyo máximo exponente es el futuro inquilino de la Casa Blanca: un multimillonario, poco preparado, zafio, machista y racista.
Europa debe dar una respuesta firme y urgente a la peligrosa realidad de un populismo que se extiende y que ya ha alcanzado el Despacho Oval.