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La imprescindible autocontención de los tribunales

Magdalena Valerio, presidenta del Consejo de Estado.

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La ilegal situación y la vergonzosa actuación del Consejo General del Poder Judicial, sumada a la instrumentalización política que algunos jueces y juezas hacen de su poder, está provocando un grave daño a la credibilidad de la Justicia, columna básica de nuestro sistema democrático. 

Además, el crispado clima político y el contaminado ambiente mediático dificultan un debate sereno. Lo estamos viviendo estos días en que se acumulan los ecos de diferentes resoluciones judiciales. 

Ante esta coincidencia puede desprenderse que asistimos a una ofensiva de amplios sectores de la judicatura. No seré yo el que niegue esta hipótesis, porque, como las meigas, “haberlas haylas”. Pero ofrecer siempre, y para todo, la misma explicación nos impide ver otras causas y problemas importantes que permanecen ocultos. 

Voy a intentar explicarme a partir de la sentencia que anula el nombramiento de la presidenta del Consejo de Estado. Comienzo haciendo spoiler: a mi juicio, el Supremo ha usado de manera abusiva la discrecionalidad de la que dispone en la interpretación de las leyes. No comparto la idea de que los Tribunales deben aplicar las leyes como si fueran algoritmos. Al contrario, creo que en su función jurisdiccional también construyen derecho, aunque deben hacerlo con equilibrio y sin irrumpir en el terreno de los otros poderes del estado. Lamentablemente, hay sectores de la judicatura que se han olvidado del principio de autocontención y están desbocados. 

Vamos por partes. Lo primero sobre lo que se pronuncia la sentencia es si una entidad privada, la Fundación Hay Derecho, ostenta algún interés legítimo que le permita recurrir el Decreto del Gobierno de acuerdo con la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa. Y sorprendentemente resuelve que sí.

Les sugiero que antes de apuntarse a la siempre atractiva teoría de las conspiraciones lean la sentencia. Este es, desde hace tiempo, uno de los aspectos más controvertidos de la jurisprudencia contenciosa. Quizás por eso, el Supremo, consciente de que su decisión entra en terreno gaseoso, hace un esfuerzo para justificar las razones que le llevan a aceptar la legitimación de Hay Derecho.

Aunque, con su exhaustiva justificación, no hace más que confirmar el carácter volátil y contradictorio de la jurisprudencia. El amplio listado de casos en los que se ha denegado la legitimación a entidades sociales y el más reducido de casos en los que se ha aceptado ponen de manifiesto la complejidad de resolver, por la gran casuística con que se encuentran los tribunales y lo pantanoso de este terreno. 

Algunos ejemplos. En su momento se negó a la Asociación Xustiza e Sociedade de Galicia la legitimación para recurrir el Real Decreto que regula el registro de sentencias sobre responsabilidad penal de los menores. En cambio, se le ha reconocido a la Fundación Toro de Lidia para impugnar el bono cultural joven que excluía los festejos taurinos, a la asociación catalana de profesionales de extranjería que impugnó el reglamento. También a entidades de defensa de los derechos del pueblo saharaui, a Caritas Española o a SOS Racismo. 

No creo que esta diversidad de resoluciones se pueda imputar a sesgo político. Prueba de ello es que ha denegado, por la vía de auto de inadmisión, la legitimación para recurrir los indultos otorgados a dirigentes independentistas. Y el Supremo lo ha denegado en más de 90 recursos. 

La novedad de esta sentencia es que hasta ahora se reconocía la legitimación para recurrir solo cuando había una relación directa entre el fin de la entidad que recurre y la norma que se impugna. En todos los casos era evidente el interés legítimo y directo de las entidades recurrentes.

En la sentencia comentada el Supremo se adentra en un terreno muy resbaladizo. El problema no es, como alegó el ministro Bolaños, que se reconozca legitimidad a una entidad privada, cosa que el Supremo ha hecho anteriormente. Además, que la sociedad civil sea activa, también ante los Tribunales, no debilita la democracia, sino que la refuerza. 

El problema es que por primera vez se reconoce a una fundación privada la legitimidad para recurrir en defensa del Estado de derecho, en genérico, que es un concepto muy amplio y extenso. Los argumentos utilizados por el Supremo permiten a una fundación privada ostentar una especie de legitimación universal para recurrir todo aquello que considere que vulnera el principio de legalidad. En realidad, se le ha otorgado a Hay Derecho funciones en defensa del Estado de derecho que el artículo 124 de la Constitución encarga al Ministerio Fiscal. 

La interpretación que hace el Supremo nos adentra en terreno ignoto. Y suscita algunos interrogantes. ¿Hay Derecho es la única y singular entidad de esta naturaleza que reúne las características de autoridad y prestigio en defensa del Estado de derecho? ¿Qué otras entidades con objetivos generales de defensa de la legalidad ostentan esta legitimación? ¿Podrá a partir de ahora, Hay Derecho impugnar ante los tribunales todas las decisiones de los gobiernos que considere afectan al Estado de derecho? Me temo que para salir del embrollo el Supremo va a tener que dar otro volantazo en su jurisprudencia. 

Cabe la posibilidad de que el Supremo, con su interpretación, haya querido simplemente crear nuevo derecho, ampliando los supuestos de legitimación para recurrir. Pero, a partir de mi experiencia en los tribunales, intuyo que esta controvertida decisión la adopta el tribunal porque tenía un especial interés en entrar a juzgar el fondo del asunto y la única posibilidad de hacerlo era reconocer a Hay Derecho una polémica legitimación. Aunque pueda sonar extraño a los legos es habitual que los tribunales lleguen primero a la conclusión de lo que quieren sentenciar y luego busquen la manera de darle cobertura jurídica a la sentencia. 

Sobre el fondo del asunto conviene recordar que la Ley reconoce al Gobierno la facultad de elegir “libremente” a quien nombra para la presidencia del Consejo de Estado. Como es obvio esta libertad no puede ser identificada con arbitrariedad, prohibida por nuestra Constitución (art.9). El Gobierno está condicionado por un procedimiento y unos criterios, entre ellos que la persona elegida reúna los requisitos de experiencia en asuntos de Estado y ser jurista de reconocido prestigio.

Es evidente que la condición de “jurista de reconocido prestigio” es un concepto de amplia interpretación. Sin entrar a valorar las argumentaciones utilizadas para negar esta condición a Magdalena Valerio, creo que el Supremo ha perdido la oportunidad de aplicarse el principio de autocontención

Me explico: en un procedimiento en que primero el poder ejecutivo y luego la Comisión Constitucional del Congreso consideraron a la candidata como idónea, el Supremo los enmienda porque considera que la nombrada para el cargo no reúne la pública estima de la comunidad de juristas obtenida en el ejercicio de una profesión jurídica. 

En mi opinión, esta extralimitación del Supremo, que va más allá de la función que encarga la Constitución (art.106) a los tribunales, no responde tanto a una conspiración de los jueces contra el Gobierno, sino a otra causa más compleja, incluso más peligrosa para nuestro orden constitucional y nuestra democracia. 

En el trasfondo de este y otros asuntos emerge un sentimiento fuertemente corporativo y elitista del estamento judicial, que comparten con otras profesiones jurídicas. La voluntad de algunas asociaciones judiciales de otorgar a los jueces la capacidad de elegir en exclusiva a los miembros del Consejo General del Poder Judicial tiene mucho que ver con este espíritu corporativo que los lleva a situarse por encima de la soberanía popular, obviando que es de donde nacen todos los poderes del estado, también su poder de juzgar. La opinión publicada suele fijarse mucho en el control partidista de los altos tribunales –un riesgo real– pero muy poco en la colonización corporativa de los nombramientos para los tribunales superiores y el Supremo.  

Es este fuerte sentimiento corporativo y elitista de sectores del estamento el que ha llevado al Supremo a interpretar el concepto “jurista de reconocido prestigio” con un sesgo ideológico propio de una comunidad jurídica muy cerrada. Se hace muy difícil –por eso nadie es capaz de objetivarlo– establecer la frontera que delimite que significa la “pública estima de la comunidad de juristas obtenida en el ejercicio de una profesión jurídica”.

En casos como este, un excesivo intervencionismo de los tribunales, usando de manera abusiva la discrecionalidad en la aplicación de las leyes, los puede situar en el límite de la arbitrariedad. Para evitar este riesgo, existe el principio de autocontención que el Supremo ha ignorado en esta ocasión y por partida doble. Primero, sustituyendo al legislador, al crear un nuevo supuesto de legitimación universal para actuar en defensa del Estado de derecho. Y luego, ocupando el espacio del Gobierno y del Congreso en la ponderación del criterio de “jurista de reconocido prestigio”. 

Este caso confirma que, si todo lo llevamos al goloso terreno de las conspiraciones políticas, perdemos la oportunidad de un buen diagnóstico de los problemas y en consecuencia de las medidas necesarias para abordarlos. Entre las cuales está la desaparición legal del concepto de “jurista de reconocido prestigio” y su sustitución por otros criterios más objetivables, como ya se hace en la elección de miembros de otras instituciones. 

En el trasfondo de estos conflictos subyace un problema de calado. El profundo sentido elitista y corporativista de una buena parte de la judicatura y unos sesgos ideológicos que no siempre coinciden con lo que expresa la soberanía popular, de la que emanan todos los poderes del estado, también el judicial. Elemento nuclear de la democracia que sectores de la judicatura suelen olvidar con mucha frecuencia.

 

 

 

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