La indignación del nazi Pugilato
Los niños son sagrados. ¿Qué padre de bien no propinaría dos buenas galletas a quien hace comentarios “pedófilos” y “sexualizantes” sobre su hijo de tres meses?
Este argumento inapelable ha sido enarbolado a derecha, pero también a izquierda, para justificar, o cuanto menos disculpar, el ataque sufrido por Jaime Caravaca por parte del reconocido nazi Alberto Pugilato. Da igual que tenga el cuerpo lleno de tatuajes con la cara de líderes del Tercer Reich, porque lo primordial aquí parece ser que cualquiera en su lugar hubiera hecho lo mismo.
Comenzaré diciendo, como muchas personas han expresado ya afortunadamente, que los comentarios originales de Jaime Caravaca que motivaron el ataque son rechazables, innecesarios y de mal gusto, pero no son en absoluto pedófilos. Decir que el hijo de alguien cuando crezca “mamará polla de negro” precisamente no hace referencia a su infancia, y jamás un comentario afirmando que “se hinchará a comer coños de tías buenas” hubiera suscitado ninguna reacción análoga por parte de estos padres coraje que sienten que deben defender el honor de sus hijos. El comentario es hiriente y humillante solo porque alude a la posible homosexualidad futura de la criatura y lo es solo para alguien que concibe a los homosexuales y a los negros como inferiores. Qué duda cabe que un niño con un padre autodefinido como nazi tendrá muy mala suerte si el día de mañana tiene que salir del armario en su casa. Pero parece ser que para ser expuestos a la LGTBifobia de sus padres los niños no son nunca tan sagrados.
En cualquier caso, considerar pedófilas estas palabras en realidad se enmarca en la estrategia con la que está coqueteando desde hace años la extrema derecha en nuestro país que pasa por relacionar deliberadamente a las personas LGTBI con la pedofilia. Lo que aquí son ecos en el resto del mundo es una campaña internacional contra la comunidad LGTBI que repite este mantra desde Putin hasta Orbán, desde Bolsonaro hasta Milei. Partiendo de que “los hijos son sagrados” se han eliminado libros que muestran la diversidad de las bibliotecas y las librerías por “sexualizar y corromper a los menores” en países como Hungría o se ha ilegalizado como organización criminal el movimiento LGTBI en Rusia (para proteger a los menores de los influjos de la llamada propaganda LGTBI); y todo esto desde los tiempos en los que Anita Bryant en EEUU lideró una campaña ultraconservadora en los años 70 para tratar de impedir que los homosexuales pudieran ejercer como maestros titulada nada más y nada menos “Save our children”.
Se me dirá que me estoy llevando muy lejos lo sucedido, y que todo esto es mucho más sencillo. Caravaca insultó al hijo de alguien y ese alguien decidió defenderse. Lo de menos era el contenido de sus palabras y lo importante era el ataque gratuito y salvaje, amparado en la distancia de las redes sociales, que el cómico se creía en derecho de realizar impunemente. Más allá de que en general no parece muy justificable defender un mundo en el que las afrentas personales se resuelven a hostia limpia, estos argumentos pasan por alto algunas cuestiones elementales.
Todos los días miles de ciudadanos reciben ataques salvajes en redes sociales. Sin cesar. Muchos de ellos de una enorme crueldad y perversión. La inmensa mayoría nunca usará la violencia para defenderse de ellos. Desgraciadamente además hay gente que, como el propio nazi Alberto Pugilato, dedica su vida a esparcir el odio en las redes sociales con toda clase de agresiones verbales denigrantes contra colectivos enteros y que pueden ser tan insultantes o más que el comentario que sufrió sobre su hijo. Pienso por ejemplo en el tuit con el que me contestó él mismo hace años que alimentaba el estigma no suficientemente enterrado que une homosexualidad y VIH. O pienso por ejemplo en la oleada incesante de odio que viven en redes sociales mis compañeras trans, que asusta solo con asomarse a cualquiera de sus publicaciones llenas de comentarios con las mayores barbaridades que se pueden imaginar. Claro, siguiendo la lógica del justiciero que se nos propone, sería muy normal, y como mínimo muy comprensible, que mi compañera Jimena González se liara a bofetadas contra todo el que la llama travelo en la red social antes conocida como twitter.
¿Pero por qué entonces las hostias siempre van en la misma dirección? La realidad es que la mayor parte de quienes sufren a diario la homofobia, el machismo, el racismo o la transfobia no pueden y, lo que es más importante, no quieren irse a repartir leches. Primero porque el enorme desequilibrio estructural de poder existente no lo convierte en una tarea sencilla, recomendable, ni la mayoría de veces posible. Solo desde la superioridad numérica y física y desde una posición social mucho más privilegiada puede uno desentenderse de ese punto de partida fáctico que quienes han sufrido la violencia y la discriminación desde pequeñitos conocen perfectamente, pero que pasa tan desapercibida a quienes nunca la han experimentado en propias carnes. Solo desde ese escalón puede alguien pretender que quienes sufren históricamente el odio y la discriminación tengan esa supuesta valentía que se les exige. Y en segundo lugar, quizás, sencillamente se niegan a considerar que el mundo deba funcionar de esta forma.
No seré yo quien minusvalore la importancia de la autodefensa para nuestro colectivo y ojalá ante cualquier energúmeno que comete una agresión en las calles de Madrid hubiera diez personas dispuestas a interponerse. Las herramientas de organización colectiva han sido esenciales en el movimiento LGTBI precisamente por su capacidad de hacer frente a los fuertes mediante la unión de quienes han sido históricamente más débiles. Pero anular de un plumazo la distancia real y cierta que de hecho existe entre los que se dedican a repartir hostias y los que suelen recibirlas es mandar un mensaje inquietante. Anular la distancia entre los nazis que entrenan y atesoran armas blancas para ir de cacería y la reacción que hubiera tenido cualquier otra persona al recibir un insulto es un disparate que solo puede colarse en el debate público en un momento tan preocupante como este. Este momento de derechización tenebroso es el que permite que un nazi pueda de pronto ser representado ante la sociedad como el padre del año incluso por voces que vienen desde la izquierda. Y, en concreto, el mensaje que se nos lanza es que si cuando se nos llama enfermos, sidosos, monstruos o pedófilos no salimos a las calles a repartir hostias es porque al parecer “nos falta lo que hay que tener”, concretamente el “par de huevos” que sí tienen los “hombres de verdad”. Los hombres de verdad como el nazi Alberto Pugilato, supongo.
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