Cuando el liberalismo daba en el clavo
Si la democracia se limitara a ser tan solo un conjunto de procedimientos y normas destinados a ordenar la gestión de los asuntos públicos, con toda probabilidad no utilizaríamos la expresión “cultura democrática”, como con frecuencia solemos hacer. Si la utilizamos con tanta desenvoltura es porque -a veces sin ser plenamente conscientes de ello, también es cierto- damos por descontado que la democracia es mucho más que una mera formalidad cuya existencia dependa de la simple decisión de instaurarla (y de mantenerla). Para empezar, si nos referimos a ella en términos de cultura es porque incluye, de manera inesquivable, valores. Pero es que además requiere, para su materialización (y persistencia), de determinadas condiciones objetivas.
Empecemos por lo primero. En el caso de las democracias modernas hay un cierto consenso en aceptar que los valores en los que se deben basar son los que la Revolución Francesa dejó fijados en su famosa tríada libertad-igualdad-fraternidad, todo lo debidamente actualizados y desarrollados que sea menester. No es esta última, apresurémonos a advertirlo, una apostilla convencional o de trámite. Las enormes transformaciones que en la realidad de nuestras sociedades se han venido produciendo a lo largo de los más de dos siglos que nos separan de aquel momento fundacional nos obligan a ello.
En buena medida han sido tales transformaciones las que han dado lugar a que el debate político en torno a la articulación de los tres valores haya ido a su vez experimentando cambios. La forma más frecuente de plantearlo hasta hace relativamente poco pasaba por señalar las dificultades prácticas que presenta compatibilizar, y ya no digamos llevar hasta sus últimas consecuencias, la libertad y la igualdad. Tendía a afirmarse que, mientras la primera era reivindicada fundamentalmente por los sectores conservadores, que la declinaban especialmente en términos de libertad de empresa, la segunda constituía la bandera fundamental de los sectores progresistas, que ponían el acento en la igualdad material por delante de la igualdad de derechos. Conocemos las patologías a las que ambos reduccionismos han dado lugar. En el primer caso, a sostener que lo prioritario, por encima de cualquier otra consideración, es la libertad de mercado, de la que se desprenden todas las demás (no han faltado quienes han sostenido que el más firme baluarte de la libertad de expresión lo constituye la libertad de creación de empresas periodísticas). En el segundo, a interpretar que la igualdad material debe prevalecer sobre cualquier otra, quedando justificadas incluso las restricciones en la igualdad de derechos (no solo de expresión, sino también de reunión, de asociación..) si ello se lleva a cabo en nombre de aquel bien mayor.
Ya no parece que sean estos los términos en los que se plantea el debate político en nuestros días. El final de las utopías de carácter progresista, que daban por supuesto que aquel bien mayor de la igualdad real para todos estaba al alcance de la mano de la historia, ha comportado también la desaparición del segundo tipo de argumentaciones. De idéntica manera que tampoco los sectores conservadores lo fían ya todo a una defensa acrítica de la libertad de mercado que desatienda a otras dimensiones de ese mismo valor. Lo que es como decir que el debate ha cambiado de signo y ya no se plantea como un combate entre diferentes valores, asumidos cada uno de ellos por un determinado sector (tras una simplificación interesada de su significado, desde luego), sino en el seno de cada uno de ellos, interpretado de distinta forma por unos y por otros. Habríamos pasado así de un conflicto intervalorativo a un conflicto intravalorativo. O, si se prefiere, estaríamos ante lo que en la jerga filosófica se suele denominar como un conflicto de interpretaciones.
En el caso del valor libertad, el asunto parece claro. La derecha en los últimos tiempos está intentando imponer su interpretación de la libertad en términos de una aparente libertad para todos, como la presidenta de la Comunidad de Madrid ya ensayó en su última campaña electoral. Sin que la izquierda pareciera atinar, o atinar con la suficiente contundencia, en la respuesta, especialmente cuando la planteaba en los términos, decididamente disparatados, de combate contra el fascismo. Pero en realidad la respuesta correcta ya venía diseñada en el planteamiento que de la libertad hiciera ese gran liberal que fue Isaiah Berlin al distinguir entre libertad negativa y positiva. Como es sabido, la libertad negativa era definida como la ausencia de coerción por parte de otros, especialmente del Estado, para que cada cual pueda desarrollar un curso de acción determinado, en tanto que la libertad positiva se definía como autorrealización y refiere a la capacidad de cualquier individuo de ser dueño de su voluntad, y de controlar y determinar sus propias acciones, así como su destino.
Con lo que llegamos al segundo requisito para la materialización y persistencia de la democracia anunciado desde el principio. Es obvio que para que pueda haberla hacen falta determinadas condiciones materiales, en ausencia de las cuales no cabe hablar en sentido propio de una sociedad libre, o con una libertad mínimamente aceptable (era el propio Berlin el que escribía: «si mi libertad o la de mi clase o nación dependen de la miseria de otros seres humanos, el sistema que promueve esto es injusto e inmoral»). De quien carece de lo más mínimo no cabe decir, aunque nada le sea formalmente prohibido, que sea libre en sentido propio ya que no puede desarrollar ningún plan de vida más allá de la mera supervivencia.
De ahí que considere que resultaría perfectamente coherente que alguien propusiera darle la vuelta a la famosa máxima de Indalecio Prieto “socialista a fuer de liberal”, y reformularla en términos de “liberal a fuer de socialista”. Con toda probabilidad, de acuerdo con lo que acabamos de comentar, a J.S. Mill, I. Berlin, J. Shklar y unos cuantos (y cuantas) más no les costaría gran cosa estar de acuerdo hoy con la nueva formulación. Porque eran de los que pensaban, como recientemente recordaba Edmund Fawcet (Sueños y pesadillas liberales en el siglo XXI), que “en cierto modo la izquierda y los liberales son aliados naturales”. Esta tesis vendría ratificada por los ejemplos de la creación del National Health Service en el Reino Unido, una idea de políticos liberales (especialmente Beveridge), o por el establecimiento del Estado de bienestar en Alemania, una creación de políticos liberales a finales del siglo XIX. Lástima que de esta tesis con demasiada frecuencia nuestros liberales de hoy parezcan empeñados en apartarse. ¿Será porque no han leído a sus propios clásicos?
Autor del libro Democracia: la última utopía (Espasa).
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