Monarquía, otra oportunidad perdida
El acto de jura de la Constitución por parte de la princesa Leonor ha propiciado, de nuevo, la polémica sobre la institución de la monarquía parlamentaria. Se trata de un debate tan legítimo como planteado, a mi entender, en un terreno poco útil en términos democráticos.
Resulta evidente que la institución monárquica, en cualquiera de sus modalidades, tiene significativas carencias democráticas. No es la ciudadanía con su voto quien elige, como sí sucede con otras instituciones, a la persona que ocupa la Jefatura del Estado. No creo que esa mácula determine o condicione la calidad democrática de un estado, en este caso el español, pero sí expresa sus insuficiencias. Sobre todo, porque lleva implícita la ausencia de responsabilidades de la persona del Rey o de la Reina. Una inviolabilidad que, como se ha puesto de manifiesto con Juan Carlos I, se puede deslizar fácilmente hacia la impunidad total. Que alguien pueda estar fuera del alcance de la Ley, supuestamente igual para todos, sí es una significativa carencia democrática.
En este sentido la República, como forma de estado, es ab initio superior en términos democráticos a la monarquía, incluso cuando esta adopta la modalidad de parlamentaria, con las funciones del Rey muy acotadas. Otra cosa es que luego la vida no siempre confirme en la práctica esta teórica superioridad democrática.
Dicho esto, el acto de jura o promesa de la Constitución me parece el acto más republicano –en el sentido del republicanismo cívico– de los que acompañan a la monarquía española, en la medida que expresa el sometimiento a la norma constitucional. Además, lo hace en presencia de los representantes de la soberanía popular, el Congreso y el Senado, actuando como testigos y receptores del juramento de acatamiento.
Más allá de este componente democrático, exigido por la Constitución, no hay duda de que el acto de jura o promesa de la princesa Leonor tiene también una clara voluntad de legitimación social. Como lo fue en su día, y en mayor medida, el de su padre Felipe VI. En el lejano 1986 estaba aún muy cercano el franquismo y la evidencia de que la monarquía fue una imposición de Franco, actuando de Caudillo por la gracia de Dios. La asunción del trono por parte de Juan Carlos I comporta esta mácula de pecado original, reforzada por el juramento que en su momento hizo de acatamiento a los principios fundamentales del movimiento nacional.
Aunque se puede considerar que el refrendo de la Constitución en 1978 supuso una normalización democrática de la monarquía, ese vicio de origen está aún muy presente en la conciencia de una parte de la sociedad española. Al menos entre mi generación, que asistimos al difícil proceso de asunción de la monarquía y de Juan Carlos I impuestos por Franco, como parte del pacto que en la transición permitió alumbrar la democracia.
Me parece intuir que la preferencia de los jóvenes hacia la República como forma de Estado, que se detecta de manera evidente en la encuesta que la empresa 40dB hizo en octubre de 2020, no lo es tanto por los orígenes franquistas de la monarquía, sino por una reflexión más relacionada con la superioridad democrática de la institución republicana. Pero eso no lo sabemos a ciencia cierta, dado el incomprensible abandono demoscópico del CIS en relación con todo lo que tiene que ver con la opinión de la ciudadanía respecto de la monarquía.
El acto de juramento de la Constitución de la princesa Leonor va acompañado de una significativa liturgia, que necesitan y utilizan todas las instituciones en una proporción directamente proporcional a su antigüedad. Y déjenme decir que las ausencias de las fuerzas independentistas, de Podemos y una parte de Sumar también forman parte de esa liturgia. Sin estos gestos, absolutamente legítimos, la liturgia quedaría incompleta.
Detecto de nuevo un sobresfuerzo por legitimar socialmente la institución monárquica. Pero no en el acto parlamentario, exigido por la Constitución, que está diseñado con bastante austeridad, sobre todo si se compara con la de actos similares de otras monarquías. Donde detecto este énfasis en reforzar la maltrecha legitimidad social de la monarquía es en una buena parte de los medios de comunicación. Incluso algunos medios que se comportan con más moderación en otros temas han llevado su furor monárquico a titular que “Leonor se casa con la constitución”. Por supuesto también hay medios y profesionales que hacen un esfuerzo pedagógico para un debate público de calidad.
A este proceso de legitimación, que algunas voces no sin razón consideran de lavado de cara, no ayudan nada las fuerzas políticas de la derecha, con un exceso de beatería monárquica y una apropiación obscena de la figura del Rey.
En esta sobreactuación de legitimación de la monarquía y de la figura de la princesa Leonor, se presentan como una modernización de la institución lo que sólo son gestos insignificantes. Mientras los cambios necesarios, imprescindibles, como una ley que regule la Jefatura del Estado, ni están ni se les espera. En el barroquismo legitimador se llega a decir que la princesa con sus 18 años acerca a la monarquía a los jóvenes de su generación con los que se identifica. ¿De verdad, alguien se cree que las personas de 18 años se van a identificar con Leonor o la monarquía por el solo hecho de tener la misma edad? Tiene la misma edad, pero no las mismas inquietudes o preocupaciones.
Los esfuerzos de unos para legitimar la monarquía y de otros para deslegitimarla están provocando que, de nuevo, estemos perdiendo la oportunidad de hacer un debate en profundidad. Aún resuenan, aunque se pretenda aplicar la sordina del paso del tiempo, las retóricas preguntas de cómo su abuelo Juan Carlos I pudo cometer tantas fechorías, durante tantos años, y salir impune. Es evidente que eso fue posible por la complicidad y silencio de tantos, durante mucho tiempo, que convirtieron la inviolabilidad de la persona del Rey en impunidad. Si no hay cambios legales que impidan que se pueda pasar de la inviolabilidad a la impunidad, nada garantiza que hechos tan reprobables como los que hemos conocido por parte de Juan Carlos I se repitan en sus sucesores.
Es ahí donde me parece ver el punto de encuentro democrático entre los defensores de la monarquía y los partidarios de un referéndum para acceder a la forma de estado republicana. Parecería lógico que quienes defienden la monarquía parlamentaria fueran los primeros interesados en fijar un marco legislativo que protegiera a la institución de los abusos de quienes la ocupan. Y también sería lógico que los partidarios de la República, sin renunciar a su objetivo, plantearan las reformas legales necesarias para un mayor control legal y democrático de la institución monárquica y de la persona que ostente la Jefatura del Estado. Como en alguna ocasión se ha hecho con muy poco éxito.
El debate Monarquía/República fue uno de los primeros que se desactivaron en la transición y, salvo que se produzcan situaciones muy excepcionales, no parece que tenga recorrido en estos momentos. No porque no sea legítimo, que lo es y mucho, sino porque las condiciones sociales, políticas y constitucionales que lo pueden hacer posible distan mucho de ser viables. Aquí también pesan como una losa los temores del constituyente frente a la lamentable historia constitucional española de los siglos XIX y XX. El temor a que se repitiera la corta vida de nuestras constituciones llevó a los constituyentes a establecer muchos requisitos, algunos prácticamente inaccesibles, para la reforma constitucional, en este caso de la forma de Estado.
Por eso creo que el debate que nos interesa en estos momentos para reforzar nuestra democracia, también maltrecha en su legitimación, es el de las reformas legales que deben hacerse en la institución de la monarquía parlamentaria.
Mucho me temo que se ha perdido otra oportunidad. Se impone una vez más la idea ignaciana de que “en tiempos de tribulación no hacer mudanzas”. Lamentablemente, cuando surge alguna crisis se considera que no es el momento oportuno para abrir el melón. Y cuando llega la calma, se opta por dejarlo para más adelante, sine die. El resultado es que 45 años después de aprobada la Constitución continúa sin estar regulada por ley la institución de la Jefatura del Estado. Parece que mucha gente se siente más cómoda en la liturgia.
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