Ofender sentimientos religiosos, ideológicos y deportivos
¿Por qué un estado aconfesional debe proteger penalmente los sentimientos religiosos y no los ideológicos o deportivos? Un creyente fervoroso contestará que su fe es mucho más trascendente. Pero yo conozco a bastantes personas para las que su partido político o su equipo de fútbol son tan sagrados o más que la religión para los devotos. Afirmar el carácter preeminente de una creencia religiosa sobre otras perspectivas existenciales (y pretender que el estado convalide ese enfoque) nos lleva a la idea de una religión oficial, contraria a nuestra Constitución. Lo cierto es que carece de sentido constitucional que haya ofendidos de primera división y otros de categorías inferiores.
Un jurista piadoso quizás responda a la pregunta afirmando que en esos casos la salvaguarda de los sentimientos está vinculada con la libertad religiosa. Sin duda, se trata de un bien jurídico relevante, que debe protegerse penalmente. Esa necesaria protección se consigue castigando a quienes pretendan impedir que una persona profese una religión o practique cualquiera de los actos propios de la misma. Sin embargo, la ofensa a los sentimientos religiosos no impide a nadie la práctica de su religión, ni coarta su libertad. Cualquier ofendido puede rezar, ir a misa o salir en procesión, por lo que el castigo penal en esos casos no resultaría justificado.
La Constitución proclama la libertad religiosa. En cambio, no regula ningún derecho a sentirse ofendido y a que se castigue a quienes nos han irritado en relación con nuestras creencias. La conclusión resulta evidente: el Código Penal debe amparar los derechos de las personas y no sus sentimientos de disgusto.
En esa esfera sentimental vinculada a la libertad de conciencia los enfados pueden ser de todo tipo. Por ejemplo, cada vez que un obispo ataca a las personas homosexuales o justifica la discriminación de las mujeres, nos encontramos con multitudes ofendidas en sus concepciones constitucionales igualitarias. Y tampoco sería razonable exigir una condena penal para el cargo eclesiástico.
Además, no olvidemos que las confesiones religiosas no solo pretenden objetivos espirituales. Las Iglesias ejercen poder terrenal y ello implica que cualquier persona pueda cuestionarlas. Como explicó la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 30 de enero de 2018, en el asunto Sekmadienis Ltd v. Lituania, los creyentes “deben tolerar y aceptar la negación por otros de sus creencias religiosas e incluso la propagación por otros de doctrinas hostiles a su fe”. En caso contrario, llegamos al absurdo de que se pueden realizar burlas mordaces o comentarios groseros contra los partidos (y sus emblemas), que son agentes democráticos de máximo nivel, pero esas mismas conductas no podrían afectar a las religiones.
Para evitar malentendidos, aclaro que no apoyo que se dirijan improperios malsonantes hacia una confesión. Tampoco me agradan las ofensas intencionadas hacia los sentimientos ajenos (ni los religiosos, ni los ideológicos, ni tampoco los futbolísticos). Lo que pienso es que el derecho penal no puede ser la respuesta. El juzgado competente habrá de decidir sobre el caso de Willy Toledo. Tanto si la sentencia es absolutoria como condenatoria, sería deseable que fuera el último juicio sobre este delito. Ha llegado el momento de plantearse muy seriamente su derogación.
Hay una línea directa desde los delitos medievales de herejía hasta la actual infracción contra los sentimientos religiosos. Si los mismos hechos atribuidos a los acusados del presente se hubieran realizado en tiempos pasados, más vale no recordar las condenas ejemplares que aplicaba nuestra Santa Inquisición. Que las penas previstas ahora sean más livianas no significa que presenten un adecuado encaje constitucional y democrático. Las normas penales no deben proteger estados de ánimo, sino únicamente derechos y libertades. Solo desde visiones desfasadas, confesionales y autoritarias se pueden convertir los pecados en delitos.
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