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El progreso se define antitaurino

Alumnos de la Escuela de Tauromaquia de Salamanca.
6 de enero de 2021 06:00 h

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Reescribir la historia siempre ha tenido las patas muy cortas. Lo hemos visto en muchas ocasiones y muy especialmente en esta época convulsa: la verdad siempre acaba saliendo a la luz. Sin embargo, parece que ahora toca reescribirla para asegurar que la defensa de los espectáculos taurinos ha formado y forma parte de la tradición de la izquierda en nuestro país. 

A quienes nos gusta el rigor en la historia nos pueden indignar algunos de los argumentos utilizados para defender la tradición taurina. Otros simplemente nos arrancan una sonrisa, precisamente por su falta de rigor. Entre estos últimos: las declaraciones hace pocos días de un dirigente socialista que defendía que el “animalismo” fue un invento de los nazis. Un argumento, por cierto, ya utilizado por la caverna retrógrada. 

Basta con hacer una búsqueda en Google para ver que las primeras sociedades de protección de los animales datan del siglo XIX. Podemos pensar en la Real Sociedad de Prevención de la Crueldad con los Animales, fundada en 1824, o en el Hogar Temporal para Perros Perdidos y Hambrientos, de 1860, dos ejemplos que desmontan el argumento de una nueva ola de “integrismo urbanita animalista”.

Incluso si nos centramos en el máximo exponente de crueldad hacia los animales, la tauromaquia, podemos remontarnos a Alfonso X o Isabel la Católica. Ella ya intentó eliminar este tipo de espectáculos pero la presión de los señores no lo hizo posible. Aunque, claro está, Isabel la Católica no es un exponente del progresismo.

Exponentes del progresismo en nuestro país sin duda son históricos fundadores del Partido Socialista, que quizás ahora se llevarían las manos a la cabeza con la defensa del espectáculo taurino desde una visión de izquierdas.

Hubo un tiempo en que la tauromaquia fue un espectáculo de masas, pero no por ello suponía un espectáculo de “todos”; siempre ha sido de acceso y beneficio para una élite. Ganaderos, empresarios y figuras ilustres siempre han pertenecido a clases sociales no demasiado obreras. Por supuesto hay excepciones, la traducción del sueño americano a la “española”, donde un humilde espontáneo, un cordobés, puede triunfar y traspasar esa línea invisible de las clases sociales, pero siempre como algo puntual, como lo son también los indultos a los toros de los que tanto se sirven como argumento los defensores de la tauromaquia.

Si Pablo Iglesias Posse, Unamuno, Pardo Bazán, o insignes socialistas como Matías Gómez Latorre (1849-1940), fundador de El socialista y miembro fundador del PSOE, levantaran la cabeza, creo que no compartirían la defensa de un espectáculo que hoy es solo la caricatura de lo que fue en otra época y del que no queda ya más que la defensa de un negocio de señores de la corte; señores que viven del dinero público de las diferentes administraciones porque, si dependieran de la venta de entradas, habrían desaparecido hace tiempo.

Pero la tauromaquia no solo tiene el beneplácito económico de las administraciones, también cuenta con un blindaje legal para que quede “atado y bien atado” el privilegio de estos señores. Una ILP hecha ad hoc desde los toriles de Génova y apoyada mirando a otro lado desde los palcos de Ferraz hace que solo a través de una modificación de la Ley que surgió de esta iniciativa, se pueda a empezar a legislar a nivel autonómico sobre este anacronismo legal, catalogado además como patrimonio cultural inmaterial y por el cual, desde el Comité de Derechos del Niño de Naciones Unidas, ya se nos ha llamado la atención como país en repetidas ocasiones. 

Otro argumento que, personalmente, me arranca una sonrisa es el supuesto desconocimiento de este “arte”, que no es tangible, que no se puede cuantificar, porque es más cercano a un acto de fe que a una catalogación técnica y empírica de una competencia artística, que nos achacan a quienes nos llamamos antitaurinos. En mi defensa del conocimiento de esta “actividad artística” puedo decir que he recorrido barreras, contrabarreras, tendidos y callejones y he visto cómo mulillas, desde la puerta de arrastre, sacaban a los animales sin vida. Nieto y biznieto de alguacilillo he visto de primera mano y desde “dentro” cómo se desenvuelve este mundillo, siempre de hombres, premiando a hombres por su hombría y su inconsciencia. ¡Por algo el torero más aclamado sigue siendo José Tomás! Un torero más cercano a un suicida de lo que pudo suponer Curro Romero, conocido por sus grandes carreras delante del toro y sus saltos mortales sobre la barrera.

La tauromaquia es un ejercicio de insensibilización hacia el trato a los animales en pro de la victoria de un hombre. De la victoria sobre un animal místico y mitológico que, en la tradición de las civilizaciones occidentales, siempre ha significado la fuerza, el poder. De la victoria sobre un animal que, desde las primeras civilizaciones primitivas, supuso un símbolo del paso de las sociedades cazadoras recolectoras a las primeras que controlaban y criaban ganado. La tauromaquia es la representación del control masculino sobre la naturaleza, algo que sin duda ha quedado atrás, por fin, una vez vista la necesidad de entender la naturaleza como un medio que el hombre no puede controlar ni someter, sino que nos toca cuidar, respetar y proteger.

El negacionismo siempre ha tenido adeptos. Los negacionistas del cambio climático, por poner un ejemplo, existen y han quedado en un reducto irrisorio de la sociedad, una sociedad que en su conjunto entiende esta realidad. De igual manera, existen negacionistas del maltrato animal, pequeños grupúsculos sociales que luchan por mantener privilegios de unos pocos sobre la posición mayoritaria de la ciudadanía. Los negacionistas del maltrato animal, los defensores de la tauromaquia, me recuerdan a un juego de cuando éramos niños: el juego de las presas en la playa. Jugábamos a hacer barreras de arena ante la inminente subida de la marea, una marea que es imposible detener y que, como mucho, podemos retrasar unos instantes antes de que derribe y borre nuestro insignificante intento de parar su avance. 

La visión social de la necesaria protección a los animales y de la desaparición de espectáculos crueles con animales es como esa marea. Y por mucho que se pinte de grana y oro, es imparable. Podemos intentar blanquear, intentar hacer listados de personajes ilustres, o no tanto, a los que este espectáculo apasionaba; podemos darle una pátina de progresía pero, sin duda, son vanos intentos por reescribir una realidad que es innegable: la tauromaquia es el ejercicio, más o menos virtuoso, de matar a un animal en un espectáculo. Ni más ni menos Y esto, casi nadie lo comprende y lo comparte ya en nuestro país progresista. 

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