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Tercer acto

Fernando Montaña Lagos

Historiador y filósofo —

Ya lo entendí, está clarísimo. Cómo, yo, jugador asiduo de ajedrez, no lo vi venir. Esto no era una partida de mus guarrete entre dos mindundis de barrio, se trataba del primer acto de una escenificación de profesionales, sensatos, conscientes de que la negociación debe ser también una forma de pedagogía social. Pedro tenía que acallar a las fieras, dar un paso, mostrar la iniciativa, guiñar al Ibex, ganar el centro. Pablo tenía que ser coherente con su programa, corresponder con la confianza de los nacionalistas, mantener su acuerdo por la transparencia y la ayuda a los desahuciados por el austericidio, negarle su papel a la casta y darle en las narices al que se baja los pantalones y prefiere volver al pasado para mantener el poder. ¡Qué bien han representado esos papeles! ¡Qué genuinos y dignos! ¡Qué creíbles en su falsa modestia y en su sobreactuada soberbia! ¡Qué verosímiles a pesar de cuan forzado entraba el guion en este punto de giro de nuestra historia democrática!

Hay un órdago y un no quiero. Golpean la mesa, tiran las cartas, salen del bar ceñudos, cada uno en una dirección, uno con el amigo que está dispuesto a pagar las copas, el otro seguido meditabundo por el colega de toda la vida, veámoslo así, por ahora (es un guion clásico). La parroquia se queda paralizada. El señorito aprovecha y monta el numerito confesando en una fingida charla informal que lo más probable es que haya elecciones el 26 de junio, así desencadena la impotencia. La parroquia asiente. Al final va a ser cierto que  la unión de la izquierda es una quimera, deciden marcharse a casa a ver el fútbol… hasta junio.

Segundo acto, transición. El Pedro va de acá para allá con el coleguilla ese de última hora pero no le dejan entrar en ningún bar. El señorito le toma el pelo, los oligarcas se descojonan. El Pablo y los otros le invitan a voces: ¡Entra a jugar otra, hombre! Pero ahora es él el engreído y ofuscado, rehúsa. El barrio observa desde las ventanas mudas  cómo cruza la calle una y otra vez, con su buena intención a cuestas, el pobre; en cómo pisa los charcos adivinan de nuevo el naufragio  de sus esperanzas para un cambio de polaridad. Por la noche sueñan: más allá del deseo fraterno de la unión de las izquierdas debería sobrenadar el deseo racional de unirse para dialogar en clave de izquierdas, y eso bastaría. No vamos a lograr que Izquierda Unida una a las izquierdas que aún hoy se tiran los trastos por la debacle del 36. Me temo que no podemos conseguir que los barones del PSOE desciendan del caballo al que tanto esfuerzo les ha costado subir y desde el que creen que tienen más conocimiento de la realidad del pueblo que cuando eran del pueblo. Cómo vamos a convencer a los jovencísimos de Podemos de que su impulso, sin duda vigoroso, de que su aliento regenerador, e imprescindible, puede resultar insuficiente y a la larga infructuoso si no se mantiene coordinado. Sospechamos que no podrán los independentistas reconsiderar si las supuestas ventajas de su presión decimonónica no acabarán por frustrar sus intereses y necesidades más justas e inmediatas, que no podrán elevar la mirada y acertar con un mañana postnacionalista, mierda barrida, en un marco más democrático, trasparente y confederado. 

Por la mañana salen de casa con los puños enterrados en los bolsillos, cariacontecidos, pesimistas, divididos. El señorito y sus amigotes se frotan las manos: esto está chupao. En la prensa se lee: “Más difícil todavía”. El pobre Pedro comprueba que su lloramico puede no darle en segunda vuelta  la ventaja deseable y se está pensando en acudir a recoger migajas de la mesa del barbudo. Pablo se enfada con su colega de toda la vida: “Ya no te paras a pensar, has cambiado, tío”. Una parte de la parroquia abandona el estadio antes de que termine el partido, algunos muerden el borde del pañuelo, con rabia y sospecha de dejavú.

Tercer acto. El barrio languidece, el sedimento de las mareas se disipa, hasta aquí llegó el impulso.  Sorprendentemente y contra todo pronóstico, Pedro y Pablo se encuentran en un callejón oscuro. Pedro lentamente abre el pañuelo en el que ha envuelto el bocadillo que le han dejado llevarse; Pablo va pateando latitas, mascullando entre dientes, sin querer, tropieza en la penumbra con su adversario y arroja al suelo su exigua ganancia. Luchan a brazo partido, se hacen sangre. El espectador ya empieza a estar harto, siente que nos ridiculizan a todos, que casi mejor que mueran los dos y, aunque haya que esperar otros ocho años, que vengan los siguientes. Pero entonces sucede. Boca arriba y exhaustos,  tumbados en el suelo les llega el olor delicioso de una sopa primordial: no es una panacea, no les contenta a todos, no tiene todo lo que tendría que tener, no está completa. Los jugadores se miran y guiñan un ojo. Entran en el tugurio que emana ese perfume salivador de la concordia, se sientan en una mesa y piden de beber. Preguntan si pueden añadir ingredientes a la marmita. Claro. Por ahora no contiene más que una piedra entre la nada de un jarro de agua fría, y pura. Empieza entonces un diálogo más sosegado, con una visión más elevada y con una proyección a medio largo plazo. 

Hablaban de sí mismos, de la diversidad, de sus propias escisiones mentales, cuando estas comedidas coincidencias empiezan a disiparles otras sombras y molestias. Casi sin esfuerzo, las reflexiones se han hecho más profundas y complejas.  Con lo pequeño y común se construye fácilmente, con lo grandioso y grave es difícil recorrer grandes distancias sin tropezar. Ya no es sobre las esquirlas de las ideas sobre lo que conversan, se añaden sillas y se suman voces, e ingredientes, y empieza a sorprender a todos que brotan espontáneamente soluciones originales y sinérgicas. Se corre la voz y en el barrio, sin amontonarse ni aglutinarse, ponen oídos al proceso y huelen esa sopa, a la que aún le falta esto y lo otro, pero que ya hierve sobre el fuego. No se diluye cuanto añaden, no desaparece, se mezcla, traba, crece y contribuye a un guiso que transforma la realidad hedionda y estancada en otra cosa, en algo diferente, un convenio que evoluciona pacíficamente, que no es de ahora mismo ni tiene que ser para siempre. Se inicia el concierto. Cómo no: suena música armónica y, afanosos, se reparten entre todos platos, cuchara y sopa. Fin sin créditos ni siglas. Cómo no, asesores, los cuentos también tienen muchas formas de contarse.

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