Estará usted de acuerdo conmigo en que tiene todo el sentido que 007 necesite una licencia para matar porque, si cualquiera pudiera asesinar a su antojo, el mundo sería un lugar muy oscuro. Coincidirá también en que, a veces, es necesario habilitar a alguien para que mate: como cuando unos desalmados intentan invadir tu país, o cuando aparece un supervillano. Precisamente para esto sirven las licencias: para ordenar actividades que solo tienen efectos positivos cuando están reguladas. Por eso las usamos para conducir, para recetar medicinas o para vender bebidas alcohólicas.
En las actividades económicas, las licencias sirven para algo más: regulan quién y en qué condiciones puede lucrarse con los bienes comunes.
Los bienes comunes son aquellos que pertenecen a toda la sociedad, pero son finitos. Los ríos, los montes, los parques públicos y las carreteras son ejemplos de bienes comunes.
Cuando un particular se lucra con un bien común, produce un menoscabo a ese bien. Los taxistas, por ejemplo, ocupan espacio en las calles, hacen ruido y contaminan. Aun así, cuando están regulados, los beneficios que producen compensan las pérdidas: generan empleo, economía y nos transportan. Además, las condiciones para obtener una licencia de taxi son iguales para todos. ¿Qué ocurriría si dejáramos que cualquiera hiciera de su coche un taxi? Que no habría espacio en las carreteras para los vehículos privados.
Con estos criterios de sostenibilidad y equidad se ordenan todas las actividades sobre bienes comunes: la pesca, la caza, las bateas, la recolección de setas, los pozos, los taxis, los bares, los hoteles o las notarías.
¿Todas? No. Hay una que escapa de cualquier regulación: el alquiler de vivienda. Y no me refiero solamente al alquiler turístico (que también), me refiero al alquiler residencial. En realidad, es que da lo mismo. La distinción entre uno y otro es de ordenación urbana pero, desde el punto de vista de la actividad económica, no hay diferencia: las dos son una prestación de servicios de alquiler que explotan un bien común que es la ciudad.
Tanto es así que, incluso desde el punto de vista urbano, se están desdibujando los límites entre el alquiler residencial y el turístico. Ya hay varios tipos de turistas de larga estancia –los llamados nómadas digitales y los estudiantes de máster– que se confunden con la población local que estudia o trabaja en la ciudad en la que vive, aunque sea en remoto. También hay muchos residentes que, apremiados por los precios, empiezan a vivir en habitaciones y pisos compartidos más propios del alquiler de corta estancia.
Cuando un propietario coge un piso y lo transforma en negocio de alquiler, está haciendo exactamente lo mismo que si cogiera su coche y lo transformara en un taxi
¿Cómo sabemos que el alquiler explota un bien común? Porque si cogemos esas mismas viviendas y las ponemos en mitad de un campo de patatas en Albacete, de pronto ya no pueden hacer ningún negocio. Los arrendadores, como los taxistas, extraen beneficio económico de la riqueza colectiva que produce la ciudad.
¿Cómo sabemos que produce un menoscabo para el bien común? Entre otras cosas, porque retira stock de viviendas para el uso que demanda la ciudad, que es la vivienda en propiedad de sus ciudadanos. Y en esta definición de vivienda en propiedad incluyo el alquiler en housing associations y el alquiler público, que no son otra cosa que una forma de propiedad colectiva de la vivienda.
Así que cuando un propietario coge un piso y lo transforma en negocio de alquiler, está haciendo exactamente lo mismo que si cogiera su coche y lo transformara en un taxi. Lo mismo que si transformara su garaje en un taller o su cocina en una “dark kitchen”. Esto es lo que se permite hoy en día en España.
Esta desregulación es la razón por la que el mercado del alquiler es la jungla. Por eso hay tantos pisos en pésimas condiciones y por eso proliferan los pisos alquilados por habitaciones. Y si quieres reclamar tus derechos no existe la inspección, ni puedes llamar a la policía: solo te queda la opción de acudir a los tribunales. Por eso no se pueden aplicar las medidas contra los abusos de las agencias inmobiliarias. Es una desprotección total.
Todo esto ya sería razón más que suficiente para regular. Pero ocurre que, además, vivimos un momento complicadísimo. En los últimos años, el exceso de liquidez en los mercados internacionales y el descenso de la rentabilidad de otras inversiones está desplazando una parte monstruosa del dinero global al alquiler.
De manera que lo que antes era una pequeña actividad residual dentro de la economía, no demasiado rentable, se está convirtiendo en un fenómeno económico de primera magnitud, seguramente el más importante del momento.
Lo que estamos observando es la batalla de los alquileres. Nada menos que el combate de nuestro tiempo entre las rentas del trabajo y las del capital. A un lado, los ciudadanos, que quieren vivir en los lugares donde hay trabajo porque los desplazamientos los pagan con su tiempo de vida. Al otro, los capitales globales en busca de una rentabilidad estratosférica y cuasi asegurada por el disparate de las garantías públicas y las bonificaciones a las rentas del alquiler.
Pero mientras un bando está limitado a los habitantes de una ciudad, el otro es una armada infinita que tiene en sus filas todo el dinero que hay en el mundo.
Por eso regular los arrendamientos debería ser el curso 101 de cualquier programa para solucionar este monumental embrollo. Porque lo que está ocurriendo va mucho más allá del acceso a la vivienda: los capitales globales, que ya no encuentran rentabilidad para reproducirse en ninguna parte, están tomando al asalto las ciudades para extraer el último flujo cierto de caja: la renta que las personas pagamos por vivir en alguna parte.
Establecer un sistema de licencias tendría grandes beneficios:
Primero, se acabarían los pisos patera, los abusos de los propietarios y de las agencias y los pisos en malas condiciones. Quien no cumpla los estándares, podría ser sancionado o perder la licencia.
Segundo, se acabarían los alquileres turísticos desregulados. Al requerir una licencia para cualquier tipo de alquiler, ya no sería posible ocultar un piso turístico. Todos los pisos que no estuvieran ocupados por sus propietarios deberían tener una licencia y un cartelito en la puerta.
Tercero, los ayuntamientos podrían regular la oferta de vivienda en alquiler para adaptarla a la demanda de personas que verdaderamente quieren vivir de alquiler. Si en un barrio hay más oferta que demanda se podrían limitar las licencias. Exactamente igual que ahora se regula con los bares.
Y cuarto, la vivienda en la ciudad ya no sería una actividad económica, salvo para quien tenga una licencia. Es previsible que, sin esa rentabilidad que tienen ahora, muchos de los fondos inmobiliarios se marchasen con su dinero a otra parte y que hubiera mucha más oferta de viviendas.
¿Y qué pasaría con esas personas que “complementan su pensión con un alquiler” como tantas veces hemos oído? Una parte podría pedir una licencia y seguir alquilando. Otra parte podría desinvertir en vivienda e invertir en otros bienes productivos, como empresas nacionales, energías renovables o fondos de inversión que financien la economía real. Si fuera así, esto produciría un quinto beneficio muy importante que muchas veces se pasa por alto: produciría empleo.
Y es que el otro gran desastre de esta deriva es que la inversión en vivienda no produce puestos de trabajo. El alquiler no genera prácticamente ningún empleo y, al mismo tiempo, retira inversión de otras actividades productivas que sí podrían generarlos. Es una extracción de rentas del trabajo para reproducir las del capital, sin generar empleo. Un desastre sin paliativos.
España ha sido un país pionero en la implantación de medidas revolucionarias. Fue el primer país en aprobar la jornada laboral de 8 horas y el tercero en legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo. Hoy tenemos la oportunidad de liderar, de nuevo, la transformación que el mundo necesita. Y eso pasa por una idea sencilla: que haya licencias para alquilar.