Alfonso Guerra y el síndrome de Hybris
Los dos máximos exponentes históricos del PSOE, Felipe González y Alfonso Guerra, se recuperaban la pasada semana de la afonía que han padecido durante la campaña electoral, cuando el país y la izquierda se jugaban un gobierno de coalición entre el PP y Vox. Lo hacen a cuento de la amnistía que exige el independentismo catalán a cambio de facilitar la investidura de Pedro Sánchez. No hay ni que decir que están en todo su derecho a rechazar esta medida, que realmente no entusiasma a nadie dentro del partido socialista, y que supone el olvido de determinados hechos delictivos por decisión del poder legislativo por razones de oportunidad política y necesidad de gobernabilidad.
Sin entrar a debatir si la amnistía es el único camino o el más adecuado para superar un evidente conflicto territorial, las palabras de Alfonso Guerra reflejan también el narcisismo generacional de esta izquierda histórica: “Vivo la amnistía como la derrota de mi generación, la condena de la Transición, que es lo que vienen queriendo desde hace años”. Esto no es nuevo ni se limita a la cuestión de la amnistía. La indisimulada irritación de la generación política de González y Guerra ante todo lo que hace y dice la izquierda actual, que a veces se trata con sarcasmo y siempre con reproche, recuerda que el socialismo auténtico es el del PSOE de González y todo lo que vino detrás ha sido para peor y para destruir un acuerdo nacional que el país ha elevado a los altares.
Hace ya diez años, Alfonso Guerra presentaba el tercer volumen de sus memorias, titulado Una página difícil de arrancar. Tras dos los primeros tomos (Cuando el tiempo nos alcanza y Dejando atrás los vientos), el exvicepresidente ajustaba cuentas con el felipismo de los últimos años, cuando el tándem entre él y González se rompió de manera traumática. En estas páginas, Guerra acusaba a Felipe de padecer el síndrome de Hybris, que sucede cuando el endiosamiento de un mandatario, su aislamiento y la excesiva seguridad en uno mismo se transforma en desmesura y absolutismo. David Owen ya hablaba de esta y otras dolencias de los poderosos en su libro En el poder y en la enfermedad y Hemingway ya señaló en un famoso artículo sobre las patologías del poder que hay una gran diferencia entre la ambición de servir a un país y la de legar un gran nombre a la posteridad. Un gobernante con síndrome de Hybris cree que nunca se equivoca ni se equivocó jamás, y en esas están ahora mismo, de nuevo reconciliados y de acuerdo en todo, González y Guerra. Lo curioso del asunto es que este síndrome también mitifica la Transición, la época que ellos protagonizaron, cuyo éxito se debió también a la asunción de una cultura del olvido que ahora se niega como camino para afrontar un nuevo periodo en la historia de Cataluña y España.
Hace años, Guerra era algo más partidario de reflexionar sobre los posibles errores de la Transición, aunque el argumento que salvaba y glorificaba ese periodo es que, al final, “todo salió bien”. “Quedó algo pendiente: el proceso político al franquismo”, reconocía hace más de diez años el exvicepresidente socialista. “Si se hubiera hecho entonces, la democracia se hubiese retrasado. A los 25 años ha surgido de manera muy fuerte lo que defino como el dolor diferido de los nietos. A eso se le ha llamado memoria histórica”.
La niebla que envuelve a todos los que padecen el síndrome de Hybris embellece la cara amarga, contradictoria y errónea de la Transición y el felipismo posterior, y nos quiere devolver un pasado ennoblecido en el que nadie actuaba por intereses partidistas o personales. Al minimizar las consecuencias de una larga e insoportable dictadura, las élites gobernantes de la Transición optaron no solo por la reconciliación nacional, también estuvieron condicionados por equilibrios de poder y cuestiones sociales y territoriales. Ahora, esa posibilidad se niega y la derecha actual y la izquierda histórica coinciden en señalar a los que “traicionan el espíritu de la Transición”, sin entender que quizá lo que haya que recuperar de ese periodo sea la posibilidad de acuerdos difíciles, la imaginación, el pragmatismo y la convicción de que en España cabe todo el mundo y todas las ideas, sin exclusiones. La posibilidad de que, como entonces, todo pueda salir bien.
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