“Si se hacen más reformas, como la laboral y la energética, la economía podría crecer hasta un 3%”, acaba de decir el presidente del BBVA, Francisco González, quien, al igual que su colega Emilio Botín, ha decidido volver a la arena pública para indicar el camino que deben seguir los políticos. La CEOE también está en esa línea: nunca le pareció suficiente la reforma laboral que se aprobó hace más de un año y sus exponentes no dejan de decir que hay que ir más allá. Portavoces empresariales también piden que se den pasos adicionales en la reforma de las pensiones y que se aborde una profunda reestructuración del seguro de desempleo. Y, claro está, también opinan que hay que seguir recortando el Estado o, en palabras del presidente del BBVA, “reducir el gasto público improductivo”.
Sin entrar en disquisiciones sobre lo que sería “gasto público productivo” para Francisco González –un ciudadano que se fijó una pensión de 81 millones de euros y que cada año se embolsa cerca de 10, como poco–, todo indica que sus palabras de ayer expresan muy bien el estado de ánimo del poder financiero y de los dirigentes de las grandes empresas. Acuciados unos y otros por los problemas que aquejan a sus entidades –y el mayor de ellos es el que conllevan sus deudas formidables– quieren que el Gobierno suministre al país dosis más fuertes de la receta que hasta ahora ha venido aplicando: la de los recortes y las reformas que empobrecen a los ciudadanos corrientes, mientras ellos, un reducido núcleo de personas, siguen aumentando sus ingresos.
Lo malo es que su discurso coincide con las voces que llegan desde las instituciones internacionales. Más allá de las declaraciones de que “España lo está haciendo bien” y los aplausos, no poco fingidos, a la política de Rajoy, en la UE, el FMI o el BCE se cree que el Gobierno español se ha relajado un tanto en la aplicación de la política de austeridad, y esa opinión se trasluce en no pocas intervenciones oficiosas de sus representantes. Aunque la situación parece relativa y temporalmente controlada, al menos durante un tiempo que siempre puede acortarse de un día para otro, persiste la inquietud sobre el futuro del euro y sobre la estabilidad financiera de Europa, y los problemas españoles –particularmente su deuda pública y privada, que suman un 320% del PIB– son fuente principalísima de esa incertidumbre. “La situación de España es insostenible”, acaba de decir la consultora presidida por el economista Nouriel Rubini, RGE Monitor.
Y la solución que se sigue manejando en esos ámbitos para hacer frente a esos problemas, con matices e intenciones distintas, es, como era de esperar, la consabida de las reformas. Las hasta ahora citadas y alguna más, que tampoco se formula muy claramente. Pero todas ellas enmarcadas en un concepto que también se utiliza desde hace ya tiempo para el caso español: la devaluación interna. Es decir, el recorte de salarios y de precios. El que hasta ahora se haya producido lo primero no parece suficiente a los estrategas que opinan sobre la economía española. Tampoco a los banqueros como Francisco González, que quieren utilizar la palanca de los menores costes –de reducción de plantillas y de funcionamiento– para hacer frente a los problemas de sus entidades y de las empresas cuyo capital controlan directa o indirectamente.
El problema que ahora tienen unos y otros –frente a lo que ocurría hace dos años, cuando el PP ganó las generales– es que Rajoy ya no puede atender con tanta solicitud esas demandas. Porque una nueva oleada de reformas y de recortes le podría costar demasiado cara. Las elecciones –dentro de unos meses, las europeas; en algo menos de año y medio, las municipales y regionales; y, unos meses después, las generales– empiezan a ser la gran prioridad del partido gobernante. Hasta el punto de que analistas como el citado Rubini descartan para España cualquier medida de política económica “reformadora” hasta que hayan tenido lugar esas citas electorales.
El calendario político se entrecruza así con el económico como nunca lo había hecho desde que el PP ganó al PSOE en noviembre de 2011. Ciertamente, los grandes recortes y las duras reformas que se han hecho desde aquella fecha no han sido frenados por la contestación social. Rajoy no ha tenido que dar marcha atrás por culpa de la calle. Y eso también explica por qué gente como Francisco González pide ahora nueva caña en esa misma dirección. Porque él no le tiene mucho miedo a las protestas.
Seguramente, tampoco Rajoy: hasta que un día se equivoque, que en esto de la contestación social no cabe hacer previsiones muy tajantes. Pero lo que ahora preocupa en el PP es su suerte electoral, su malísima posición de partida de cara a los compromisos que se avecinan. La reaparición, al menos formal y ya veremos en qué queda, de la opción socialista en el escenario debe de haberse sumado a esa inquietud: la reciente Conferencia Política del PSOE, aunque únicamente haya sido la reafirmación del liderazgo de Rubalcaba, abunda en esa dirección.
En definitiva, que Rajoy está pillado. Tras meses de campaña de desenfrenado optimismo económico, ahora el mundo del dinero le dice que hay que concretar, que se deje de euforias forzadas y que apriete de nuevo el cinturón. Pero esa exigencia llega en mal momento. Pero algo tendrá que hacer. Veremos por qué opción se decanta, aunque, hoy por hoy, para él ninguna es buena.