“A mí lo que me rompe el corazón es ver que alguien se suicida porque va a ser desahuciado”. La sentencia cae contundente en el estudio de radio. La dice Isabel Alonso, la presidenta en Catalunya de la Asociación por el Derecho a Decidir Dignamente (DMD), invitada para comentar en qué punto está una futura regulación de la eutanasia en España, a raíz de la terrible historia de Ángel y María José, la mujer que se ha suicidado con la ayuda de su marido después de sufrir lenta y dolorosamente el deterioro físico de la esclerosis múltiple. El planteamiento del DMD es radical, admite Isabel, y a mí me parece radicalmente clarividente en los días que corren.
Defienden que el derecho sobre la propia vida es exclusivo de quien la vive y que uno debe poder decidir cómo acabar este viaje, incluso aquellos que para hacerlo necesitan otras manos que las suyas. Es salvaje que uno, aún en forma, pueda tomar la decisión de morir libremente y que cuando te sientes incapacitado irreversiblemente y sin esperanza no te dejen hacerlo, que tengas que hacer incurrir a alguien en un delito cuando si pudieras acabarías de inmediato con tu vida. La decisión debe ser tan legítima y practicable estando bien o estando mal. Y me parece que tenemos derecho a que la muerte, que es vida, no sea un café malo después de una gran comida. Ese café malo que lo estropea todo. Y que de lo que los políticos deberían estar preocupados es de que todos tengamos vidas apetecibles y dignas que nos hagan querer la vida a rabiar. Nadie quiere irse cuando estamos bien.
Isabel me hace pensar en Maika. La he conocido esta semana, también en la radio. Es madre de dos niños de doce y seis años. Hace siete alquiló el piso en el que vive a un falso propietario a quien pagaba trescientos euros al mes. Quiso empadronarse allí para poder tener acceso a los servicios públicos del barrio y fue cuando descubrió que estaba pagando un alquiler a alguien muy listo y muy miserable que estaba aprovechándose de ella. El piso en el que vivían no lo estaban pagando, como creían, sino que lo estaban ocupando y era de un banco. En los siete años que han pasado, el piso pasó a ser de otro banco y después de un fondo de inversión. El buitre, le llama. El juez ha firmado la orden de desahucio a favor del buitre después de meses de intentar negociar un alquiler social. Me lo cuenta dos días antes de que vayan a sacarles de su casa, aunque al final no se produjo el desalojo y cuentan con una prórroga que no saben cuanto va a durar. Pero me lo cuenta cuando la expectativa aún es que esa misma noche irán a dormir a un albergue, porque esa es toda la alternativa que les ofrecen los servicios sociales de su municipio. El albergue de una zona urbana no es lugar para dos niños: dormir separados, uno con el padre y el otro con Maika. Ellos pasarán el día en el colegio y entre una cosa y la otra ya se hará la hora en que el albergue permite la entrada para pasar la noche. Mientras, Maika y su marido tendrán que echarle horas a la calle, buscando ese trabajo que no consiguen que salga.
El día en que finalmente no se produce el “desalojo” es el día que Ángel ayuda a morir a María José y pasará la noche en un calabozo. Maika es una mujer muy fuerte y no piensa en nada más que en sacar a sus hijos adelante, pero “a mi lo que me rompe el corazón es ver que alguien se suicida porque va a ser desahuciado, no tanto que lo haga alguien que irreversiblemente no puede vivir sin sufrir”. La frase resuena con fuerza mientras la clase política no consigue resolver dos preocupaciones fundamentales en la vida de los ciudadanos: que podamos sellar una buena vida, de esas en las que uno cuenta con derechos como el de la vivienda garantizado, con un buen morir.