La burbuja del emprendimiento

El pasado 23 de noviembre más de 5.000 corredores se juntaron en Madrid en la IV Carrera de los Emprendedores con el objetivo de homenajear la actitud luchadora y emprendedora de las personas en un evento organizado por el Ayuntamiento de Madrid. Parece que emprender está de moda. Esta afirmación viene respaldada por el incremento exponencial en los últimos años de iniciativas de apoyo a las personas que desean emprender: desde espacios de 'coworking', incubadoras y aceleradoras de empresas, servicios de orientación a emprendedores o máster en emprendimiento. En la actualidad, en España contamos con más de 500 espacios de 'coworking' (espacios de trabajo compartido), un número que se ha visto más que duplicado con respecto a 2013, cuando tan solo existían 190.

En los últimos años hemos asistido a una campaña mediática en favor de la figura del emprendedor. De hecho, quedan muy atrás las palabras, menos glamurosas quizá, que usábamos para referirnos a la realidad del trabajo por cuenta propia: autónomo, empresario o autoempleado. Parece que al usar la palabra mágica del emprendimiento inevitablemente nuestro proyecto empresarial se reviste de mucho más poder y seguridad. ¿Podemos hablar de una burbuja del emprendimiento?

Entendemos por burbuja especulativa, en términos económicos, a la subida anormal y prolongada del precio de un activo o producto, de forma que dicho precio se aleja cada vez más del valor real o intrínseco del mismo producto. Aunque técnicamente parece que este tipo de iniciativas tiene bastantes dificultades de acceder a financiación ajena, por lo que no podríamos estar ante una burbuja en términos económicos, sí que creo que se puede hablar de cierta burbuja social del emprendimiento y de cierta exaltación social de los valores y forma de vida que conlleva.

Se ha incrementando mucho el valor percibido de la idea de emprender, presentándose las bondades de optar por esta vía de autoempleo, sin prestar atención a los problemas e implicaciones sociales que este tiene. Todo esto sucede en un contexto en el que las cifras de desempleo se sitúan por encima del 20% desde hace años, y muchas de estas personas desempleadas se plantean emprender como la única salida, tras perder sus empleos y con un negro panorama laboral en el horizonte.

Grandes defensoras de los y las emprendedoras son las grandes empresas. Actualmente existen un número elevado de ayudas, concursos y premios para fomentar las “mejoras ideas”, las más innovadoras. Ejemplos de esto son el programa “Emprendo con Vodafone” o los premios a los emprendedores más innovadores que otorga cada año la Fundación Everis. Pero también estas empresas que proclaman los beneficios que para la sociedad tienen los emprendedores, prescinden rápidamente de parte de sus trabajadores y trabajadoras cuando de ajustar costes e incrementar los beneficios empresariales se trata. Son justamente esas personas, que no fueron valoradas dentro de la empresa como empleadas, las que sí lo serían si se lanzasen a la ya mencionada aventura emprendedora.

Es aquí precisamente donde cabe hablar de la figura del falso autónomo: persona que legalmente funciona bajo la forma del autónomo (haciéndose cargo de su propia Seguridad Social) pero que en la práctica la mayor parte de sus ingresos depende de la misma empresa, por lo que su actividad económica depende absolutamente de ella. Este no es un problema nuevo, lleva ocurriendo algunos años, si bien es cierto que conforme aumentaba la crisis se ha multiplicado. Las empresas han optado en muchas ocasiones por esta forma de trabajo en fraude de ley, eludiendo los derechos que posee un trabajador por ostentar esta condición y los costes de la Seguridad Social.

En el año 2007 se reconoció por primera vez en nuestro ordenamiento al autónomo económicamente dependiente para intentar solucionar esta desprotección de derechos de las personas falsamente autónomas, pero el alcance de las medidas se estima que ha sido muy limitado. En España hay cerca de 260.000 autónomos que dependen de una sola empresa, pero solo hay unos 15.000 registrados bajo la figura del autónomo dependiente. Muchas de las personas a las que ahora llamamos emprendedoras podrían enmarcarse dentro de esta figura.

Otros grandes defensores de las personas que emprenden suelen ser los gobiernos. Al fin y al cabo, una persona que emprende es un potencial autoempleado que tiene que darse de alta como autónomo y que, en consecuencia, disminuye las cifras de desempleo. De ahí que el Gobierno no deje de lanzar leyes programáticas enunciadoras de principios y normas en favor del emprendimiento, que en la mayoría de los casos tienen escasa aplicabilidad real o ausencia de reglamento que las desarrolle.

A su vez, el emprendimiento puede constituir una maniobra para trasladar el problema social y colectivo del desempleo a la persona individual. Las personas y las familias que aún puedan hacerlo porque su situación no se haya precarizado del todo, van a desarrollar una idea de negocio y, poco a poco, poner en marcha una iniciativa. Esta solución, muy difícil y legítima por parte de las personas, no deja de ser una receta individualista para intentar acabar con el desempleo. Es más, cuando se ha emprendido una actividad por cuenta propia todo lo que suceda a continuación, incluido el cierre de los negocios, queda fuera de la esfera colectiva común y, por tanto, sin protección pública. Un ejemplo de ello es la escasa de la prestación por desempleo para las personas autónomas.

Asimismo no todas las personas queremos, debemos ni podemos ser emprendedoras. Hay que atender a la situación y momento personal de cada una. Tampoco creo que la persona que emprenda tenga que reunir todas las virtudes cuasiheroicas que se asocian a su persona.

Cada iniciativa de emprendimiento precisa de unas habilidades y unos conocimientos, y es muy difícil que una sola persona reúna todas ellas. Por ello, el emprendimiento colectivo se presenta como una opción más realista y sólida y basada en el apoyo mutuo entre varias personas.

Cambiar la realidad que vivimos debe hacerse desde la base y, para ello, tenemos que transformar las reglas del juego. Esto es precisamente lo que propugna la Economía Social y Solidaria (ESS)*. La ESS se construye sobre una consideración alternativa de las prioridades en las que se fundamenta la economía capitalista dominante. Constituye otra forma de mirar la economía, al concebirla como medio (y no como fin) al servicio de las personas y del desarrollo personal, social, cultural y ambiental de un territorio dado.

La ESS ofrece otra forma de emprender. Las iniciativas sociales y solidarias deben poseer dicha visión en su ADN empresarial,  lo que conlleva el desarrollo de una serie de valores y un repertorio de prácticas relacionadas con el empoderamiento de las personas y organizaciones ciudadanas, el impulso de relaciones basadas en la cooperación y la no competitividad, el desarrollo de modelos democráticos en la toma de decisiones, la conservación ecológica, la igualdad de oportunidades y la innovación socioeconómica al servicio del desarrollo humano.

Al fomentar el emprendimiento sin valores podemos incurrir en un error al creer que se está produciendo una transformación social positiva, cuando en realidad estaríamos atomizándonos aún más y fomentando el individualismo. En contraposición al emprendimiento individual, nos encontramos con la Economía Social y Solidaria, una alternativa económica cada vez más consolidada, que poco a poco construye una realidad diferente que sitúa el bienestar social como principal y último objetivo. Todos deberíamos contribuir a su expansión, de manera que las instituciones públicas se hiciesen eco de esta nueva realidad y apostasen por ella.

*Ver las páginas http://www.konsumoresponsable.coop y http://economiasolidaria.org

Este artículo refleja la opinión y responsabilidad de su autora