Un cambio político se está gestando ante nuestros ojos
Podemos ya ha alcanzado, y sobradamente, uno de los principales objetivos que se ha marcado su reciente asamblea: el de ocupar la centralidad política. Porque ya está en el centro de todos los debates que merecen tal nombre. No tanto en los que aparecen en los medios, que son los menos y además están muy sesgados por la necesidad del espectáculo, sino los que tienen lugar a puerta cerrada, a veces con documentos y sondeos expresamente elaborados. No pocos de esos cenáculos están conectados con los grandes poderes económicos. Que empiezan a inquietarse por el fenómeno. Sobre todo porque hasta ahora no se les ha ocurrido ninguna vía por la que podrían tratar de controlarlo, que es a lo que están acostumbrados a hacer en política.
Las opiniones en el mundo de los politólogos y sociólogos que han trabajado siempre cerca del poder empiezan a estar divididas. Hasta hace poco casi todos ellos coincidían en que Podemos iba a ser algo pasajero, un sarampión que terminaría curándose, por muy agudo que pudiera parecer en algún momento. Hoy algunos ya no lo tienen tan claro. Porque ven que cada día se agrava el deterioro del sistema, su sistema, que debería contener a Podemos, porque comprueban que es cada vez más difícil frenar la creciente ola de rechazo popular al mismo, que es de lo que se nutre la nueva fuerza política.
De las reuniones formales ese debate trasciende a las comidas y a las copas. En los restaurantes y en los bares caros de Madrid se habla mucho de Podemos. Suele ser el corolario de cualquier comentario sobre el último episodio de corrupción. Porque se concluye, con datos o sin ellos, que todos y cada uno de ellos aumentan el caudal de votos a Podemos. El miedo, aún tímidamente, empieza a aparecer. En los primeros años de la crisis, en los ámbitos del establishment, que es más amplio y articulado de lo que se suele decir, cundió el temor a una revuelta social. Con el tiempo se fue apaciguando. Y se instaló el convencimiento de que la sociedad española no iba a levantarse. Por múltiples razones, que cada uno escogía según su gusto, y que no pocas eran tan reales como evidentes.
Lo que nadie preveía, en esos círculos, ni en casi ningún otro, es que el rechazo social al poder, político y económico, iba a encontrar una vía inédita, distinta de las tradicionales movilizaciones de masas, que posiblemente se han ido para no volver nunca más. La vía de sumar votos para ocupar las instituciones, desplazando de ellas tanto a la derecha como a la izquierda institucionalizada. Y ahora la ven como una realidad incontestable, que crece sin freno. Reconocerlo supone un paso, que se está dando. Por eso Podemos es hoy el referente de casi todo lo que se debate en política, aunque no pocas veces sea sólo un espantajo que se agita para callar al rival cuando la discusión ha llegado a un punto muerto.
Se empieza a reconocer la realidad, pero se es incapaz de ir un poco más adelante, de entender por qué está ocurriendo eso. Ni entre los expertos, ni entre los partidos políticos instalados. Del PP no cabe esperar mucho en este terreno. Lo suyo es la maniobra en corto, muy burda por lo general. A lo más que ha llegado por el momento es a aprobar una Ley de Seguridad Ciudadana concebida para cortar de raíz la contestación, pero de la que Podemos pueden perfectamente reírse, pues entre sus planes no figura, al menos como elemento prioritario, el de salir a la calle para que la policía le machaque.
Para intentar frenar lo que está ocurriendo, al PSOE, que sabe que Podemos le puede dejar muy tocado en las urnas, no se le ocurre más que denunciar el populismo de Pablo Iglesias y los suyos. Cuando ese adjetivo ya no irrita a sus seguidores, entre otras cosas porque, bien visto y, sobre todo, en las excepcionales circunstancias actuales, está empezando a dejar de decir algo. Por su parte, Izquierda Unida se limita a luchar por su supervivencia y no se le puede pedir más.
En España los expertos tampoco aportan mucho. Por no hablar de las instituciones académicas o de los medios de comunicación más seguidos. Una vez más, es preciso acudir a fuentes extranjeras para encontrar algo de luz en los motivos del éxito de Podemos. Porque situaciones similares, o muy opuestas en su sesgo final pero surgidas de bases profundas no muy distintas, están ocurriendo en muchos otros sitios. Cuando menos en buena parte de Europa. Y un hilo conductor las une a todas ellas: el hartazgo de masas crecientes de ciudadanos por los partidos tradicionales. Por su discurso de siempre, porque la gente está empezando a dejar de creer que arrancar una parcela de poder a su rival mediante un éxito electoral, pero sin cuestionar el sistema, vaya a resolver uno sólo de sus gravísimos problemas.
Pero a ese análisis relativamente obvio, por ahí fuera se añaden otras reflexiones no menos importantes. Se está profundizando en los mecanismos en virtud de los cuales la utilización de la tecnología informática como instrumento de agitación, organización y participación en la política está sirviendo a los nuevos movimientos, pero no a los grandes partidos que solo los ven como medios para la propaganda de siempre. Y se está destacando el cambio profundo que se ha producido en la realidad sociológica y en las actitudes de cada vez más gente como claves de fenómenos que no son muy distintos de Podemos.
Un nuevo individualismo, no incompatible con formas también nuevas de solidaridad y de trabajo en común, se está afianzando entre la juventud europea. Y en la española. Esa visión de uno mismo y de los demás tiende a rechazar lo que ofrecen los grandes partidos. Pero no a dejar de lado la política. Muchos no parecen haberse dado cuenta. Pero hoy existe un interés inusitado por la política. Que crece en paralelo al desinterés por sus formas tradicionales. Mientras no se cierre en sí mismo y siga abierto a todo lo posible, el futuro de Podemos está en conectar con esas corrientes de fondo. Lo que nadie sabe, y entre ellos los analistas del establishment, es qué va a deparar eso en términos concretos, los que marca el calendario político español. Pero puede que ahí no se acabe el mundo.