Es el verano de la quinta ola y el retorno de las mascarillas, pero detrás de unos árboles, en el jardín de una casa medio escondida, dos cuerpos desnudos se acercan el uno al otro, se tocan y se absorben como se besa por primera vez a alguien. Quien observa no sabe si la cita habrá recibido el check de unos test de antígenos o si a estas alturas de la pandemia y de la vacunación los amantes se bastan con el test de la piel. El de la piel con piel. Que es verano y los grillos cantan locos.
Conservo una imagen muy clara de un verano de hace casi veinticinco años. Estaba sentada en el escritorio de mi cuarto en la casa donde pasábamos el verano. Era después de comer y el sol caía vertical, implacable. Esa hora quieta en la que solo cantan los grillos. Su hora preferida, a pleno sol, a pleno pulmón.
Hacía muchísimo calor. Tenía el libro de ejercicios de repaso encima de la mesa, pero básicamente comía pared, castigada por llegar tarde a casa la noche anterior. Enfrente de mí, en esa pared convivían clavadas con chinchetas una foto en la que aparezco con una sonrisa desdentada, despeinada y con una raqueta de tenis casi tan grande como yo y un póster de un primer plano en blanco y negro de Kurt Cobain guapísimo. El del 97 fue ese verano, el de la transformación definitiva. Colgué la raqueta durante unos cuantos años y me colgué de mi primer amor.
Duró lo que dura un primer amor si le quitamos todo lo que dura el primer desamor: unos días. En verano el amor y el desamor son como el canto de los grillos, vigoroso y acelerado. Un jaleo. La vida parece que se acaba en un amor de verano.
En mi primer desamor veraniego, sentada en aquel escritorio –qué vacío y qué añoranza– gritaba las canciones de Fresones Rebeldes y buscaba sitio en el mundo con mis primeras lecturas de Alejandra Pizarnik: “temo dejar de ser / la que nunca fui”. O “alguna vez tal vez / me iré sin quedarme / me iré como quien se va”. Intentaba aplicármelo para las recaídas con mi amor no correspondido. Benditos diecisiete. Nunca me fui sin quedarme, hasta que él se fue como quien se va.
Alejandra, sin embargo, Pizarnik, digo, sigue aquí tantísimos años después como una buena amiga con sus versos infinitos, porque el verano siempre es diecisiete años. Abandonarse a las horas, a los demás, sin equilibrio, a lo fugaz, también un poco a la locura, a lo imposible, quien sabe, a vivir tu peli preferida con pauta completa, soltarse para participar del jaleo, como cantan los grillos cuando hace calor…
La quinta ola es un problema serio y el ímpetu de los amores veraniegos no va ayudar a frenarla. Porque en el dilema entre cuidar la vida o vivirla, en verano “la noche se astilla en estrellas / mirándonos alucinada”.