Carcundia de ida y vuelta
Una noche de diciembre Vicente fue al cine con un amigo y le dio un beso en la boca. El hombre, “de vida inmoral”, infundió “sospechas” en el portero del establecimiento, que siguió a los dos hasta los urinarios del local y les sorprendió “en clara actitud homosexualista”. El acompañante se dio a la fuga y Vicente fue detenido, lo que “trascendió a muchos de los concurrentes”. Fue condenado a cuatro meses y un día de cárcel por un delito de escándalo público y, al recurrir en casación ante el Supremo, se le impuso además el pago de 250 pesetas (un euro y medio) por las costas del procedimiento. Está todo contado en una sentencia, dictada el 31 de mayo de 1965, en la que se destaca que la conducta del acusado estaba “teñida de ilicitud” por el “grave escándalo” que había provocado.
El 17 de abril de 1978, con Franco desde hacía tres años reposando en el Valle de los Caídos, el alto tribunal confirmaba una sentencia por escándalo público contra el editor de una revista que había incluido una sección de pornografía que, “con el consabido pretexto científico y literario”, reproducía “cuadros y dibujos en los que personas de diverso o mismo sexo practicaban el coito en diferentes posturas, con clara percepción para el lector incluso del miembro viril en erección”.
Entre los temas que se abordaban en la publicación, “de coste elevado pero no prohibitivo”, según el ponente de la sentencia, se encontraban “aberraciones sexuales como la sodomía, la homosexualidad y el sadomasoquismo”, presentados “de forma persuasiva y atrayente” y con una finalidad “corruptora de innegable trascendencia respecto al pudor y a las buenas costumbres”. La resolución reconocía que la tenencia de publicaciones pornográficas no era delito cuando tenía “una finalidad coleccionista” o de mero “recreo o deleite contemplativo propio” aunque este resultara “perjudicial y malsano”.
Bucear en la jurisprudencia del Tribunal Supremo y releer todas estas sentencias, nunca anuladas en democracia, pone de manifiesto la lúgubre caverna que era España hace no tanto tiempo y ayuda a explicar el origen del argumentario que Vox ha resucitado en los últimos días con motivo de la celebración del Orgullo LGTBI. Cuando su líder en la Comunidad de Madrid, Rocío Monasterio, afirma que padres y madres no tienen por qué encontrarse con “un espectáculo en el que se denigra la dignidad de la persona con exhibiciones poco decorosas y actos explícitos sexuales en la calle”, no dice nada distinto de lo que escribían en sus sentencias los escandalizados magistrados franquistas del alto tribunal.
En España la homosexualidad dejó de perseguirse legalmente el 26 de diciembre de 1978, hace no tanto tiempo. Hasta ese día permaneció vigente la Ley de Peligrosidad Social que había actualizado la denominada Ley de Vagos y Maleantes del franquismo, en la que se recogía la necesidad de declarar “en estado peligroso”, y aplicar las correspondientes medidas de “seguridad y rehabilitación”, a todos aquellos que pudieran ser considerados “vagos habituales” o realizaran “actos de homosexualidad”.
Aunque hoy parezca imposible retroceder en todos los avances sociales de un país que en apenas unas décadas pasó de ser “la reserva espiritual de Occidente” a uno de los primeros en reconocer el matrimonio homosexual, la carcundia social que ve la libertad sexual como un motivo de escándalo sigue estando ahí fuera. Pidiendo que el Orgullo se oculte en la Casa de Campo en lugar de visibilizarse, ufano, en las calles del centro de Madrid. Intentando tapar con la bandera de España la enseña arcoíris que simboliza la igualdad y el fin de la discriminación. Retirando del paseo del Prado los carteles encargados por el equipo de Manuela Carmena que rendían homenaje a los protagonistas de las sentencias del Supremo, a todos aquellos que “guardan recuerdo de la represión”, “levantaron nuestros derechos” o “se mantuvieron firmes”.
Siguen ahí fuera. Colocando pancartas en los puentes en las que reivindican que un matrimonio solo puede estar formado por un hombre y una mujer, y una familia solo puede ajustarse a sus estrechos cánones convencionales. Acosando a las personas por su forma de vestir y amenazando con convertirlas en heterosexuales “a hostias” sin que la Fiscalía abra diligencias de investigación de oficio. Pidiendo los antecedentes penales de las personas homosexuales que trabajan con menores. Por todas esas cosas, todos los días, resulta necesario subrayar lo obvio y recordar el pasado. Porque nunca está conjurado del todo el riesgo de que pueda volver.