Cataluña ya no va a dar muchos más sustos

16 de mayo de 2024 22:06 h

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Muchos están perdiendo su tiempo tratando de adivinar cómo será el próximo gobierno catalán. Porque aún faltan unas cuantas semanas, tal vez hasta dos meses, para que se aclare esa incógnita. Y porque valdría bastante más la pena centrar la atención en el hecho capital que han producido las elecciones del pasado domingo. Más allá de acertijos, el que el independentismo/soberanismo haya dejado de ser la fuerza dominante en la escena catalana, por primera vez en décadas, es el hecho trascendental del momento y abre una nueva etapa en la política española.

Atribuir ese cambio exclusivamente a los aciertos de Pedro Sánchez es abusivo. Aunque no hay duda de que la política de desinflamación de la tensión provocada por la revuelta independentista de 2017 ha contribuido a generar un ambiente de normalización en la vida y en la política catalanas que necesariamente había de reflejarse en los resultados electorales. Apostando por los indultos y la amnistía, por el diálogo, el gobierno de coalición de izquierdas se ha marcado un tanto cuyas dimensiones se ven engrandecidas por la oposición brutal e irracional de la derecha a la que ha debido hacer frente para llevar adelante esa política.

Hay quien dice, y algunos sondeos lo avalan, que ese éxito puede influir mucho en el resultado de las próximas elecciones generales españolas. Pero es demasiado pronto para especular en ese terreno. No pocos factores pueden modificar el panorama actual, que ciertamente es bastante favorable a la izquierda. Entre ellos el resultado mismo del debate para la formación del futuro gobierno catalán.

Que en el peor de los casos -con todo, el menos probable- podría terminar con la convocatoria de unas nuevas elecciones y hasta con la ruptura del pacto de mayoría que permite el gobierno del PSOE. Por no hablar de las consecuencias que puede tener la intensificación de la guerra sin cuartel que la derecha libra contra Pedro Sánchez y los suyos, con el capítulo judicial como elemento destacado de la misma.

No se puede descartar que la creciente dureza de la oposición contra el Gobierno -de la que, rompiendo la disciplina de su propio partido, se ha convertido en portaestandarte José María Aznar- tenga entre uno de sus orígenes el temor a que el eventual éxito de la política de diálogo en Cataluña de Sánchez mejorara la posición política de la izquierda sin posibilidad de marcha atrás. Y, de hecho, una de las preguntas que más deben acuciar a algunos dirigentes del PP es la de cómo van a orientar su política ahora que el drama catalán se ha desinflado. Lo cual se irá notando más a medida que pase el tiempo y no pocos de los españoles para los que ese asunto ha venido siendo motivo de angustia en los últimos años empiecen a rebajar su preocupación por ello.

Pero, como se decía, la nueva realidad de la política catalana, impensable hace sólo un año, no solo se debe a la acción política del gobierno central. La dinámica interna del independentismo y la evolución de la actitud de los catalanes hacia ese movimiento es tanto o más responsable de ese cambio.

La división cada vez más enconada del movimiento, los fracasos de unas cuantas políticas emprendidas por el gobierno de la Generalitat de Esquerra Republicana, el empeoramiento relativo de algunos de los capítulos más sensibles de la vida social, como la vivienda, la educación o la seguridad, han debido contribuir a un empeoramiento de la imagen popular del independentismo, sobre todo, la del partido de Oriol Junqueras.

Pero lo que parece ser un factor aún más importante que esos a la hora de explicar el descenso electoral es que el momento de pasión independentista ha perdido mucha de su fuerza y de su capacidad decisoria en la escena política, aunque muchos catalanes sigan compartiendo esa ideología.

Estaba claro desde un primer momento que el entusiasmo popular que provocaron los hechos de 2017 no podía durar eternamente. Ese tipo de actitudes, derivada de la feroz presión que la derecha ejerció sobre el catalanismo, duran lo que duran y no es fácil que en un futuro previsible vuelvan a surgir con la fuerza que tuvieron en sus momentos álgidos.

La pregunta que se hará más de un exponente del independentismo es si gestionando mejor la época de bonanza, particularmente evitando una división tan enconada como la que han protagonizado Esquerra y Junts, se podía haber evitado o, cuando menos paliado, una conclusión del periodo tan negativa como la registrada el pasado domingo.

Lo seguro ya es que el independentismo no va a ser protagonista de la peripecia política catalana que ahora empiece. Puede que haya escarceos. Pero no llevarán a nada sólido. Ahora se está en otro tiempo. En el que Cataluña no va a ser motivo de inquietud suprema para España, como lo ha sido en buena parte de los últimos siete años. Habrá problemas, porque la lista de cuestiones pendientes es larga y enjundiosa. Pero pocos sustos.

Si a esta nueva realidad catalana, por ahora solo potencial, se añade que la realidad política del País Vasco, el otro tormento español del último medio siglo, también ha cambiado sustancialmente desde el fin de ETA -para bien, para la paz, aunque dominen los nacionalistas- se podría concluir que dos de las cuestiones que más ha atribulado nuestra historia han emprendido la trayectoria más positiva y esperanzadora que se registraba desde la muerte de Franco. Y que la izquierda puede atribuirse una parte no pequeña del mérito de ello. Quedan otros dramas, bien es cierto. El enfrentamiento sin cuartel entre izquierda y derecha es el más grave de ellos. Pero no todo iba a ser perfecto.