Cómo conseguir chicas

20 de agosto de 2023 22:49 h

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Quiero empezar con un disclaimer que va a ocupar la mitad de la columna: a una tienen que dejarla pensar para la posteridad. No porque lo que una pueda pensar sea particularmente valioso, ni siquiera porque sea bueno, es porque esos son los tiempos de la actividad. Es como hacer una torta o pintar una pared o filmar una película: puede salir bien o mal, pero incluso hacerlo mal tarda lo que tarda. Digo esto porque estuve pensando y leyendo muchas cosas, y supongo que muchas de esas cosas podrían decirme en algún momento, si las continúo con la suficiente persistencia, algo sobre la sorpresa electoral del domingo pasado (porque no importa lo que digan tantos comunicadores que ahora parece que siempre la vieron, o que no la veían pero ahora la ven: tenemos sus titulares, sus tapas de diario, sus tweets, sus columnas, tenemos todo guardado y ninguno la vio).

Lo que no quiero es tener que escribir pensando que solo porque esto es un diario esto que voy a intentar pensar ahora es un diagnóstico o una explicación para la sorpresa electoral del domingo pasado. No lo es. No se trata tampoco, solamente, de una cuestión de tiempo. Por si me empezaron a leer hace poco: yo no soy economista, no sé de estadística, no tengo data de ninguna clase, y personalmente creo que cualquier cosa que intente acercarse a una explicación causal de la ya varias veces mentada sorpresa electoral del domingo pasado debería incluir todas esas cosas. No tengo herramientas para hacer eso, y si alguien piensa que un escritor las tiene es porque se acostumbraron demasiado a leernos escribir sobre cualquier cosa; probablemente sea culpa nuestra, como gremio. Yo no me hago cargo igual, porque jamás escribo sobre temas que me exceden, más por narcisismo que por modestia: odio hacer cosas en las que ya sé que no brillo. 

Y digo todo esto porque estuve leyendo bastante en estos días sobre la descomposición del lazo social, y quiero escribir sobre eso, y sé que va a parecer que estoy explicando ya demasiadas veces mentada sorpresa electoral de domingo pasado, porque sé que es parte del problema. Pero creo que es una parte mínima del problema, y de ninguna manera una explicación. Soy ignorante de muchas cosas, pero conozco bastante bien los límites de mi ignorancia y los del provecho que puedo sacarle a mis saberes. Lo que yo tengo en la mano es un martillo, pero no todos los problemas son clavos. 

Comenté ya la semana pasada, en relación con su tratamiento del humor, el libro de Lauren Berlant que estoy traduciendo. La parte que me toca ahora es un análisis bastante extenso de Último tango en París, película caída en desgracia en los últimos años por una renombrada escena de sexo que, ahora sabemos, se hizo en condiciones deplorables para la actriz francesa Maria Schneider. Así y todo, es una gran película, y Berlant la utiliza para pensar la relación del sexo con la política, tal como la pensó la generación de mayo del 68 y tal como la pensaron los teóricos que reivindicaron, criticaron, y volvieron a reivindicar a la generación de mayo del 68. Berlant no está hablando, aquí, de feminismo y de consentimiento, de esa forma de politización del sexo; está hablando, en cambio, de algo auténticamente pasado de moda, del sexo “libre” (que para Berlant es una contradicción en los términos: “libre” no es algo que pueda predicarse de ninguna forma de estar en relación) como forma de desafiar a la moral burguesa, y así también a la política burguesa, incluso al proyecto colonial.

La película dibuja de manera sutil, aunque con escenas sabidamente explícitas, una contraposición bastante interesante (y profundamente francesa): Jeanne (Maria Schneider), la protagonista femenina, se ve envuelta en un triángulo con su prometido Tom (Jean-Pierre Léaud), por un lado, y con un completo extraño, Paul (Marlon Brando). Tom es un director de cine que desde el principio de la película enmarca su relación con Jeanne en un proyecto estético: de hecho, la filma todo el tiempo para un programa de televisión. Berlant se detiene sobre el concepto de “matrimonio pop” que utiliza Jeanne para describir lo que espera de su matrimonio con Paul, y que parece ser básicamente la versión flower power de la gente que piensa que casándose en zapatillas va a puentear la trampa de la burguesía; hasta habla de tener dos hijitos (un varón y una mujer, como en una publicidad de coca cola) y ponerles Rosa y Fidel. La película parece sospechar, en cambio (o al menos eso sospecha Berlant en su lectura, y yo ya no puedo no verla) que la verdadera revolución sexual sucede en el vínculo entre Jeanne y Paul, el personaje de Marlon Brando, que se encuentran sin saber nada el uno del otro en un departamento destruido a tener algo a medio camino entre una relación violenta y un vínculo sadomasoquista sin marco teórico. Tom y Jeanne intentan buscar una cotidianeidad para la revolución: “en otro registro”, dice Berlant, “llamaríamos a eso política”. Jeanne y Paul, en cambio, persisten en una especie de revolución insostenible, algo que claramente nunca puede volverse lo ordinario de la vida, pero que quizás sea la única forma en que efectivamente se puede corroer al matrimonio burgués sin en realidad estar haciendo solo un teatro de la corrosión. 

En el mismo capítulo, Berlant analiza el sexo y la incomodidad que inherentemente trae como una parte importante de la circulación social, incluso del lazo social: el hecho de que el sexo de una época nos habla más de sus devenires políticos (de sus devenires políticos reales y no solamente de sus discursos políticos, o de la politización de sus vínculos) de lo que a veces nos tomamos el trabajo de pensar. Berlant destaca a la erotofobia (entendida a veces en un sentido literal, como miedo al sexo, y a veces en un sentido más laxo; no tener sexo, por miedo, entre otras cosas, pero probablemente no solo por eso) como un fenómeno de época, y me llamó la atención porque yo también venía pensando en eso, en estas dos cosas. Por un lado, en la desexualización de una época en la que la gente tiene más ganas de comunicar sexo que de vivirlo (pasa con las adolescentes: chicas con las que hay que hablar de los peligros de andar compartiendo material erótico online, pero que son vírgenes); por otro lado, en lo que eso implica para el lazo social, sobre todo para el lazo heterosexual que está más roto que nunca.

Dije que no quería hablar de Milei, y un poco mentí; en la única encuesta pública de intención de voto desagregada por sexo que entiendo que estuvo circulando (gentileza de Federico Tiberti), me sorprendió, o tal vez no tanto, la brecha de género del voto a Milei: es el único candidato de las PASO en el que la diferencia entre votantes de varones y mujeres es así de significativa (casi el doble, con un 26,1% de los varones declarando que lo votarían, contra solamente un 14,8% de las mujeres; lo sepan o no, son votos de mujeres los que probablemente necesitan salir a buscar los militantes de La Libertad Avanza). Reitero, esto no es una causalidad, ni una explicación: es menos que una pregunta, son anotaciones marginales alrededor de un libro que estoy traduciendo, pero hay algo, algo que tiene que ver con el feminismo pero no, desde mi humilde punto de vista, con la cultura woke; la amplísima mayoría de las mujeres argentinas que no votaron a Milei no son ni woke ni feministas. Tiene que ver con ese desencuentro fundamental del incelismo, con eso que los gringos llaman “la pandemia de la soledad masculina”, con la repentina fama de hombres y mujeres que les enseñan a personas heterosexuales (varones, pero también a mujeres) a buscar pareja, como si se nos hubiera roto el órgano de hablar con el sexo opuesto, porque de hecho todo indica que se nos rompió. Hoy quizás esa sea una esperanza numérica, la incapacidad del mileismo de conseguir chicas. A la larga, pase lo que pase en octubre, creo que nos va a salir mal.