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Doñana se muere de sed

Parque Nacional de Donaña.

José Luis Gallego

Sorprende la falta de coches y autocares en el aparcamiento del centro de visitantes más importante del Parque Nacional de Doñana: el de El Acebuche, junto a la aldea de El Rocío. En esta mañana soleada de marzo está prácticamente desierto.

Es cierto que estamos entre semana, pero hace un día magnífico y Doñana es la Capilla Sixtina de las zonas húmedas europeas: Parque Nacional, Reserva Mundial de la Biosfera, Sitio Ramsar (el selectivo listado de los humedales más importantes del planeta) y desde hace más de veinte años Patrimonio de la Humanidad según las Naciones Unidas. 

“Lo siento pero no vale la pena que haga usted el recorrido por las lagunas: están secas y no hay un solo pájaro”. Eso es lo que me dicen en la recepción del centro al acceder a él prismáticos al cuello y cuaderno de campo en ristre. Y siento un relámpago en el estómago. ¿El Acebuche seco en marzo? “Estamos fatal de agua, esto no sabemos cómo va a acabar”. Las palabras con las que me despide la amable funcionaria son un mal presagio.

Doñana está en peligro, y si arruinamos este magnífico espacio natural y la riquísima biodiversidad que aún conserva pasaremos a la historia como la generación canalla. Y no estoy hablando de las especies más amenazadas, como el lince ibérico, el águila imperial o la cigüeña negra, entre muchas otras. Estoy hablando de los espacios: de Doñana en su conjunto. Del altísimo valor que tiene este rincón elegido del planeta formado por un variado mosaico de marismas, lagunas, pastizales, estepas de matorral, bosques de ribera, dehesas, dunas, acantilados, playas vírgenes, pinares, alcornocales, sabinares, enebrales costeros… No podemos arruinar ese magnífico legado, entre otras cosas porque no nos pertenece. Doñana es el gran patrimonio de las generaciones futuras, un patrimonio que puede desaparecer. 

Solo hay que acceder a los espacios naturales desde la carretera que viene de Moguer y Palos de la Frontera para ver que el rango de la amenaza es perfectamente serio. El mar de plástico, las extensas cubiertas de invernaderos para cultivo de la fresa, no para de aumentar y sus oleadas están adentrándose en el bosque y las marismas en forma de rapiña, que es como pegarse un tiro en el pie.

La fresa de Huelva debe su extraordinario sabor al hecho de estar cultivada en pleno contacto con uno de los mejores paraísos naturales del planeta, y de ello alardean quienes las cultivan. Entonces ¿cómo es posible que sean los propios productores quienes pongan en riesgo su principal factor de competitividad? ¿O es que acaso piensan que si estuvieran rodeados por un erial sus fresas estarían tan ricas?

Como viene denunciando la organización conservacionista WWF desde hace años, una de las mayores amenazas para Doñana es la proliferación de cultivos ilegales y la consecuente sobrexplotación del acuífero que da de beber a las especies y los espacios. “Antes las personas que los pájaros” leo en un cartel. Y leo la sinrazón más absoluta. Porque los “pájaros” de Doñana son la principal garantía de futuro para las personas de su comarca.

Porque es cierto: el cultivo de la fresa es una de las principales industrias del campo de Huelva con una producción de cerca de 300.000 toneladas, un volumen de negocio que supera los 300 millones de euros y varias decenas de miles de puestos de empleo. Pero también lo es que la naturaleza que acoge esos cultivos se muere de sed por la sobreexplotación del acuífero.

El agua es la vida en la naturaleza y la naturaleza, esa naturaleza excepcional, única en todo el mundo, es la principal fortuna de la comarca de Doñana. Una fortuna perfectamente compatible con el cultivo de la fresa: pero siempre que hablemos de un sistema de producción razonado y razonable.

La lucha contra la extracción ilegal debería partir del propio sector con la puesta en marcha de un programa de autocontrol que ordene la producción y garantice la sostenibilidad de los humedales de Doñana. Y no por amor a la naturaleza, sino por puro egoísmo. Porque respetar y conservar los espacios naturales de Doñana es la mejor manera de garantizarse su propia continuidad y de seguir produciendo un fruto tan excepcional como su naturaleza: la fresa de Huelva.

El sector debe atender a las llamadas al orden que le llegan de todas partes: desde los grupos conservacionistas hasta las autoridades comunitarias. Pero sobre todo debe atender al sentido común. En lugar de pedir la legalización de las miles de hectáreas de cultivo que rechaza el plan andaluz de regadíos, debería apostar por una producción mucho más sensata y basada en la alta calidad de su producto. De lo contrario los productores de fresa del entorno de Doñana acabarán matando a la gallina de los huevos de oro.

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