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Educación y democracia

Dos niñas en una escuela de Córdoba. / EFE

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Empezamos un nuevo curso y lo hacemos cuando las evidencias sobre los déficits en relación al mantenimiento de la capacidad democratizadora del sistema educativo son cada vez más significativos. No es que se haya descubierto nada del todo nuevo. Que los niveles de renta de la familia en la que naces cuentan. Que el código postal tiene asimismo múltiples efectos, directos e indirectos. Que si la escuela es privada, concertada o pública también afecta (sobre todo por los contactos que allí se despliegan). Que el grado de formación de los padres acaba teniendo efectos. Que ir o no ir a la escuela infantil entre los 0 y los 3 años acaba también notándose. En fin, nada de esto es absolutamente nuevo. Lo nuevo es que la movilidad social en general se ha estancado o reducido de manera muy notable. Y ahí, en ese escenario, la educación por sí misma ha perdido fuelle nivelador.

Desde finales del siglo pasado, las condiciones estructurales han ido pesando más y más. Tener o no tener propiedades inmobiliarias propias. Partir de unas condiciones económicas sólidas a partir de procesos de herencia y de transmisión de riqueza y bienestar. Entrar en el mercado de trabajo con unas condiciones o con otras. En la famosa carrera vital, hay algunos que empiezan a correr con toda ligereza, calzando zapatillas deportivas de alta gama, acolchadas y que se adaptan bien al terreno en el que competir, y otros inician su recorrido con una mochila llena de piedras que les genera un handicap inicial muy difícil de superar. Aquello del esfuerzo, de sudar, de levantarse temprano, acaba pronto poniendo de relieve sus límites.

La educación ha ido pues perdiendo una parte de su potencialidad redistributiva. Sigue siendo un factor esencial en las trayectorias vitales y en la propia construcción de la idea de ciudadanía democrática. No es algo, por tanto, que podamos simplemente orillar. Y tampoco sería conveniente que nos olvidemos del tema, entendiendo que hasta que no se modifique estructuralmente el sistema no hay nada que hacer.

Si observamos otros sistemas educativos en que las potencialidades democratizadoras de la educación siguen teniendo niveles de rendimiento superiores al nuestro, veremos que hay algunas iniciativas a emprender. Iniciativas que tienen sus límites, ya que también en esos países los factores estructurales están presentes, pero iniciativas que permiten mejoras para nada despreciables.

La más evidente y urgente es la de abrir al conjunto de la ciudadanía la fase de educación infantil de 0 a 3 años. Están ampliamente demostrados los efectos positivos de esta fase educativa en la posterior evolución formativa. La voluntad de hacerlo por parte del Gobierno está clara en España, pero entiendo que sería importante acelerar el proceso. Existe un cierto debate sobre si la responsabilidad del tema debería recaer en las administraciones autonómicas o en los gobiernos locales. El análisis comparado pone de relieve que la necesaria flexibilidad, adaptación a las necesidades específicas y una mayor atención a la combinación de cuidado, formación y diversidad, acostumbran a vincular el tema a los gobiernos locales o a una escala territorial cercana y con facilidad para una mejor adaptación.

Por otro lado, el momento de cambio de época que atravesamos ha puesto de relieve que las bases formativas sobre las que se configuró la política educativa de las democracias contemporáneas, tienen dificultades crecientes para adaptarse a las situaciones de incertidumbre y fluidez que caracterizan el escenario actual. Hay menos certezas sobre los componentes educativos necesarios y más necesidad de combinar fundamentos con competencias flexibles y adaptables. Y es ahí donde las diferencias de capital cultural (muy vinculadas a las diferencias de renta y patrimonio ya mencionadas) ganan peso. No es pues extraño que en los países europeos con mejores desempeños en política educativa, se hayan incorporado con fuerza desde hace años actividades y componentes artísticos y culturales desde los primeros años de educación. Reforzando asimismo los vínculos entre los equipamientos culturales presentes en cada lugar con las escuelas y centros de formación.

No podemos dejar de mencionar, asimismo, la importancia de la formación a lo largo de la vida como un factor de democratización educativa en la que nuestro país tiene problemas significativos. La Unión Europea está presionando mucho al respecto y plantea objetivos de formación para todas la edades que en momentos como este, en que todo está en movimiento, resultan claves. Más formación de adultos es más y mejor formación de niños y jóvenes, más capacidad para recuperar procesos formativos no acabados y, en definitiva, para no perder la plenitud de elementos sobre la que configurar la autonomía personal y colectiva.

Podríamos extendernos sobre otro tipo de medidas que podrían irse introduciendo en el sistema educativo. Medidas que, si bien no modificarían de manera decisiva los factores de desigualdad estructural ya mencionados, ayudarían a equilibrar de manera redistributiva lo que cada vez resulta más difícil conseguir con los mimbres tradicionales. Educación y territorio, educación y cultura, educación a lo largo de la vida, son dos líneas a reforzar y explorar para seguir defendiendo el potencial democrático de la educación.

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